miércoles, 9 de marzo de 2022

Anecdotario 3

 El PORVENIR

Teníamos un terreno en esquina con una casa al fondo. Digo teníamos porque yo vivía ahí, con toda mi familia. La entrada era una reja de metal hueco pintada de blanco, oxidada por todos lados, con fecha de caducidad pero segura. Mis recuerdos más vivos de esa época son de 1976, cuando tenía 3 o 4 años. 

     Aun tengo en la mente varios recuerdos frescos, como el de mi tía Rosa que me cargaba mientras unas quesque primas de ella, con permiso y estímulo de mi tía, me chuleaban y besaban. En otro, ya más grande, decían mis hermanas que yo era bonito, que tenía el pelo rojo y que era medio güerillo. Mi hermana Patricia decía que me cargaba acostada en la cama y entre cánticos y mimos se me salía la baba y le escurría en su cara. 

     La casa estaba en la calle 10 esquina con calle 28, en la colonia El Porvenir, una zona enmarcada al oriente por la calzada Vallejo, al sur por la Parroquia de san Francisco de Asís que, unas cuantas calles más allá se abría hasta el Hospital de la Raza, al poniente por la calle Pino y el teatro Virginia Fabregas, que daba a mi escuela primaria, que se llamaba Licenciado Atenedoro Monroy. Y al norte por la calzada Cuitláhuac, que colindaba con la colonia Prohogar. 

     El terreno de la casa era a la vez el patio y era muy grande ¿Qué no es grande para cualquiera cuando se es niño? Una entrada de piedras planas que daban hasta el fondo, donde estaba el lavadero y una pileta de cemento; y a un costado un piso de tierra, mezcla de polvo y tierra seca, como molida. Hacia la esquina había un pequeño jardín, que no era sino un laberinto diminuto mezcla de macetas con malvones y helechos, que compartían caminos con unos arbustos plantados a flor de tierra de no sé de qué especie. Mi tía Rosa rentaba el espacio para los coches de los vecinos, carros de aquella época, de lámina maciza, largotes largotes como el de Batman de la televisión. Algunos de esos carros los hojalateaba mi papá, don Raúl Morales Escudero, pintor de oficio y padre de profesión. Le sacaba los golpes a los coches, los resanaba con primer, los lijaba con lija de agua, los sellaba y luego los pintaba con pistola de aire y compresora.

     En poco tiempo, no sé en cuanto, aparecieron unos montículos de grava y arena en el patio, por dentro y a un lado de la reja, para no estorbar el acceso de los carros. Ahí jugué encima de la grava y me sentía un gigante que alteraba la orografía de unos cerros diminutos, ayudado con una cuchara de albañil o con espátulas de metal. Como andaba de calzón traía las piernas sueltas, como canillitas, entonces me sangraba seguido las rodillas, pero cada vez que me sucedía me daba el llanto, más porque veía la sangre que por el dolor, y más porque sabía que me pondrían alcohol, jugo de limón o merthiolate para prevenir la infección. Sin recuerdo alguno, pese a que frecuentaba el patio como cancha diaria de juegos, aparecieron unos cuartos en obra negra, en donde una vez caché a mi tía Rosa recostada en una cama, exprimiéndole el miembro a un tipo gordo y alto, que le decían "El Gordo". Se llamaba Gabriel y era chofer de un camión de Muebles y Mudanzas MyM. Era el novio de mi tía. El Gordo y mi tía no se dieron cuenta que los vi, pero a mí me desconcertó la escena y con inocencia, pero con afilada intuición se lo conté a mi mamá, doña Zenaida Mejía González, que se carcajeó abiertamente y luego le reclamó a mi tía que no dejara abierta la puerta porque —El niño puede entrar y cacharlos haciendo sus cosas—. 

     En el patio cabían unos seis carros pero parecía que eran veinte —ya dije que de niño a uno todo le parece enorme—. De día los sacaban, así que el patio estaba libre, pero de noche los metían. 

     Había también unos pollos, no sé cuántos, y una perra de raza ratonera, muy brava, se llamaba La Muñeca, que sólo era mansa con mi hermano Toño. La amarraban casi todo el día. Pero los pollos andaban por todos lados, a veces se metían hasta la cocina, el comedor o el baño, pues no había puertas sino unas cortinas. En una de esas el pollo macho me vió cara de comida o de gallina, con una mirada penetrante y estoica como la tienen todos los pollos, pero acompañada de un aire pretencioso. Nos vimos y el primer paso lo dio el pollo, arremetiendo conmigo hasta la casa. Corrí al baño, seguido del pollo, que picoteada mis piernas flacas y trataba de montarme. Traté de encerrarme pero el pollo traspasó sin problemas y me atacó a picotazos. Mi tía Rosa dejó el lavadero y me rescató de una polletiza. Fue una experiencia aterradora en verdad. El pollo no me hizo mucho daño pero las pequeñas heridas empezaron a sangrar. No paré de chillar un buen rato. Inconscientemente me dí cuenta de mi sensibilidad. Mi reacción  ante lo desconocido fue por varios años llorar. 

     Ver lavar a mi mamá o a mi tía era todo un suceso para mí. Seguía con todos mis sentidos el método de mojar, enjabonar, tallar y enjuagar, que culminaba en el tendido, creación efímera de espacios móviles y húmedos a la vez, Sábanas blancas que parecían muros de viento fresco y aromático (el olor del Fab). Con la función me hacían partícipe, me prestaban una cubeta para chacualear con las manos en el agua y sumergir en ella los juguetes de plástico que me compraban en el mercado de La Prohogar. A veces me compraban ahí mismo un peso de charales vivos para que los echara a la pileta y desbocara en ella todo un universo de sorpresa, de verlos nadar y comer.  El golpe de ropa sobre las estrías del lavadero era un estilo distinto en ellas pero rítmico en ambas: dos o tres talladas seguidas de un remojo de agua enjabonada y otra vez, en seis series. Luego seguía la enjuagada con bandeja, una o dos cucharadas de agua con la mano derecha y dos tres tallones con la izquierda. Las prendas blancas se tallaban más o se dejaban remojar antes de lavarlas. Mi mamá no cantaba ni oía música al lavar, le preocupaba más cumplir bien con la tarea que complementarlo con aderezos de emoción. Mi tía Rosa, por el contrario, ponía el radio y cantaba o silbaba las canciones de moda, de Juan Gabriel, Napoleón o Camilo Sesto, hipnóticas, repetitivas como un carrusel y de mucha fe, esperanza y desilusión, como una de Camilo Sesto, que a cada rato pasaban en el radio e invitaban al llanto:


El amor de mi vida has sido tú

El amor de mi vida sigues siendo tú

Por lo que más quieras, no me arranques de ti

De rodillas te ruego, no me dejes así

¿Por qué me das libertad para amar?

Si yo prefiero estar preso de ti

Quizá no supe encontrar la forma

De conocerte y hacerte feliz

El amor de mi vida has sido tú... 


     Los recuerdos de esa época no tienen un orden secuencial ni una definición uniforme. Se convocan en diversas intensidades, como cuando sopla el viento, que a veces viene suave, otras veces viene fuerte, y otras viene cálido y otras tan frío que duele, como un golpe. A esto se añade la falta de datos, que nunca fue preocupación de nadie para describirme detalles y motivos de cómo y porqué vivíamos así. Siendo el más pequeño de los hijos de mis padres, me quedé con la parte final del recuento, en donde no parecía importante ya señalar ni remarcar nada. La casa de La 10 en la Porvenir fue para mí mi origen, y después fue el escueto recuento de que era de la abuela y luego de mi tía Susana, la hermana mayor de mi tía Rosa, pero nunca supe porqué vivíamos ahí todos amontonados, porqué vivían con nosotros los hermanos de mi papá y porqué nos fuimos después a la colonia Industrial. Con tres años lo único válido para mí era el amor de los demás y el reconocimiento del mundo, como lo es para cualquier niño que se descubre en él. 

    Con el tiempo descubrí breves flashazos que develaron los motivos de la familia Morales. En un viaje por Peribán Michoacán, mi papá pasó por una tienda en donde atendía una señorita de no malos bigotes. Mi papá quedó prendado de ella y le propuso que se casaran e irse con él a la Ciudad de México. Y así fue. Tuvieron cinco hijos y vivieron con precariedad en la casa de doña Guadalupe Escudero Gómez, madre de mi papá. Por ahí escuché que antes que yo naciera vivieron en la San Felipe de Jesús y no sé en dónde más, Con la runfla de mi papá en casa, mi madre tuvo una vida imposible (versión de mi mamá), que siempre padeció de la esquirla de sus cuñados hasta 1988, cuando ya mis tíos se habían ido a vivir en otro lado y nos quedamos sus hijos con ella hasta 1993, cuando se desbarató todo: mis hermanos se casaron y se fueron, y mi madre y yo fuimos acogidos en Lomas Verdes, en la casa de Javier, mi hermano mayor. 

     Un hecho desgarrador fue la muerte de mi papá. Yo tengo su acta de defunción pero ahí no se narra nada más que una cuestión visceral. Los recuerdos de mi papá son poquísimos, murió cuando yo tenia 6 años. El recuerdo más antiguo creo que fue cuando yo dormía entre mis papás, mi madre a la izquierda y mi padre a la derecha, como dos grandes flancos, y yo al centro de la cama, como encajado al fondo de un sumidero. En un despertar, ya para irse al trabajo mi papá, se vestía al pie de la cama, recargándose en el filo de metal para atar sus zapatos —por lo que parecía un enojo reciente, porque no entendía bien el lenguaje sino los gestos y el volumen de la voz—, mi madre le lanzó improperios para que bajara el pie porque molestaba a la perra, que descansaba justo ahí sobre la cama y que gruñía por el pie de mi papá. Mi papá no contestó la agresión, se vistió en silencio con el eco agresivo de mi madre y salió con un aire de respeto y estoicismo, pero sin sumisión ni arrepentimiento. Mi papá me llevó varias veces a la calle, ya fuera al cine o al parque. Fuimos a todas las películas de Disney en el cine Lindavista y al estreno de Tintorera. No me acuerdo de la película pero sí de la salida del cine, porque había un puestecito que vendía chocolates con la imagen del tiburón de la película. Le rogué a mi papá me comprara uno y con la negativa recurrí al llanto. No me compró nada y sí me dio un buen regaño. En otra ocasión fuimos caminando al mercado de la Prohogar, a dar la vuelta en los juguetes. Me compró una pelota de hule inflable y con ella fuimos a un parquecito que estaba de camino a la casa. Comenzamos a jugar y con dos o tres patadas cayó en una enramada de espinas y se ponchó. Unas cuadras adelante llevamos al pelota con un reparador de bicicletas, donde la parcharon y la inflaron pero no sirvió de nada. 

     No tengo recuerdo alguno de su enfermedad, tan solo del hospital de La Raza, en donde convaleció y al poco tiempo murió. En una visita que me llevaron me dijeron que iba a ver a mi papá, que estaba enfermo. Nunca me puse triste ni nada, la conciencia de la muerte y el sentimiento de pérdida estaban ausentes en mí. Después de la visita me bajaron al pie del hospital y me compraron una historieta del Chapulín Colorado. Nadie me dijo de que murió, ni me explicó de qué nunca. Cuando preguntaba eran evasivas, como si hubiera un secreto que no podían compartir, o como si decírmelo les implicara un gran esfuerzo mental, sacrificio de tiempo y un simple para qué. 

     La Porvenir era una colonia en los setentas lejana del centro de la ciudad, pobre, rodeada de terrenos baldíos, llanos amplios de tierra seca que con los ventarrones formaban remolinos que espolvoreaban todo a su paso. Una especie de tianguis era el centro comercial de los vecinos, puestos de lámina y madera mal hechos, pintados de azul celeste, en donde se vendía fruta, verduras, pan frío y plantas vivas. Si se requería una compra semanal para la comida más basta y de mejor calidad había que ir al mercado de la Prohogar, a quince o veinte minutos de distancia caminando lento pero con ritmo. El guajolotero pasaba a medio día, que con un palo y la ayuda de un perro arreaba los guajolotes entre las calles para ver quien le compraba uno. Pasaba también un señor con un camioncito o un trolebus pequeñito, copias exactas del transporte público, para dar la vuelta a la manzana a los niños por un peso. Cada año, con la fiesta de san Francisco se ponía una feria afuera de la iglesia, con los juegos típicos de diversión: las tazas, el carrusel, las canicas y la casa de los espantos, todo ello enmarcado por puestos de dulces y antojitos de quinta para complementar el tour, y un castillito con su corona y fuegos artificiales para homenajear al santo. El caleidoscopio de las luces, el movimiento, el ruido, las voces y los colores de la feria me engancharon con todas las ferias, que me fascinaron para siempre. 

     El Porvenir contenía en el nombre un significado profético: lo que me deparaba el futuro. Para mí era sinónimo de pobreza y desilusión. A la distancia, El Porvenir se convirtió en un suceso recapitular más que en un espacio físico, que contenía a mi papá en primera línea, y en segunda al polvo de los llanos aledaños, a la casa de espantos de la feria y a los primeros recuerdos de escuela, los del kinder y la primaria. 



EL CERRO BRUJO. 

Mi amigo Viliulfo Nereo era oriundo de Ajacuba, un pueblo del estado de Hidalgo, muy cercano a la ciudad de Tula. Era un chico magro pero recio, forjado por el trabajo del campo, en donde ayudaba a su padre y a su tío en la elaboración del pulque, en el labrado de la tierra y el cuidado de los caballos. Compartimos tres años en la Escuela de Iniciación Artística número 4. del INBA. 

     En la escuela andábamos casi siempre juntos, éramos del mismo grupo. Teníamos clases de pintura con Thelma Botello, de dibujo con Marilú Torres Kato, de escultura con Fernando Gálvez y de grabado con José Guadalupe Sámano. No me acuerdo de los nombres de los maestros de historia del arte y de geometría. La escuela estaba en la calle de Durango, en la colonia Roma, a dos cuadras del metro Insurgentes. Era una casona estilo neobarroco, con piso de duela y un sótano frío, frío, en donde se daban las clases de modelado en barro, cartonería y talla en madera. Compartíamos espacios con las áreas de teatro, danza y música. En el cambio de turnos (íbamos en la tarde) veíamos salir a los grupos matutinos, y en los cambios de clase nos topábamos con las niñas en tutu, y con los chicos de la clase de violonchelo. Era un ambiente multidisciplinario muy ameno y acogedor. Los maestros, coordinados por Thelma Botello, organizaban una exposición de fin de cursos en un espacio público. Thelma tenía un amigo reportero que trabaja en el periódico excelsior, así que teníamos asegurada una nota en la sección de sociales

     En unas vacaciones, Viliulfo me invitó a pasar unos días en su casa. Salimos temprano de la ciudad de México desde la central de autobuses del norte. Tomamos un autobús que nos llevó a Tula, en donde comimos en el mercado y luego visitamos la zona arqueológica. Al fondo de las ruinas, como a un kilómetro, había una pirámide de forma mixta, mitad rectangular y mitad redonda. Después de treparnos y caminar por los alrededores un rato, oímos la voz de un hombre que nos llamaba —¿Quieren monos?— Nos acercamos. En el portal de una choza había un hombre de pie de rasgos indígenas, de unos cincuenta años y con una mirada que parecía envuelta en una niebla. Volvió a repetir la pregunta. Nos invitó a pasar. Tenía en el piso varias figuras prehispánicas de piedra y de barro que, según nos dijo, había encontrado en los alrededores. Yo le compré la figura de una mujer en cuclillas, en una posición similar a la de un chac mol. Lamentamos no llevar más dinero pues tenía una piezas más grandes y unas en verdad eran joyas artísticas.

     Por la tarde tomamos un camión que nos llevó a su pueblo, que se encontraba exactamente entre Tula y el cerro del Chicoco, una montaña en forma de seno que se podía divisar muy bien desde las pirámides. Después del recibimiento, su madre nos dio de cenar y nos fuimos a dormir en una habitación oscura a más no poder, tan negra que daba lo mismo tener los ojos abiertos que cerrados. 

     Al día siguiente me mostró las tinajas en donde su tío fermentaba el pulque, y me enseñó los terrenos de su propiedad. Luego fuimos al pueblo, un lugar en extremo provinciano, con calles irregulares, unas empedradas y otras de pura tierra, con casas de adobe y aplanado de cal, con techos de teja de barro y caída de dos aguas. Me empujó a subirme a uno de sus caballos, con el que galopamos un trecho mientras yo le rogaba que se detuviera. Su habilidad con el caballo era igualable. 

     Al pie del pueblo se levantaba una loma semi árida, por donde circulaban todo tipo de alimañas del desierto. Viliulfo capturó un camaleón de espinas que retozaba bajo el sol. Comenzamos a subir a pie mientras él me narraba como si fuera un guía de turistas, las características del terreno, los animales que ahí vivían y los nombres de las tierras que terminaban en el horizonte. Mientras caminábamos, un dato me intrigó sobremanera. Dijo que a ese cerro le llamaban cerro brujo porque perdía a la gente, y que usualmente quien seguía la vereda para pasar de un lado al otro terminaba en el mismo punto. Caminamos un rato por un camino de tierra que parecía llevar al otro lado del cerro, poniendo atención al paisaje. Después de un rato llegamos al punto de inicio. Viliulfo volteó a verme y dijo con una sonrisota —¿Ya ves, te digo que es brujo— No supe qué decir, era como si me hubieran comido la lengua los ratones, no pude hablar. 

     Cuanto terminamos la escuela cada quien agarró por su camino. Cinco o seis años después nos reunimos en el centro de Azcapotzalco, en un Vips. Nos citamos ahí porque Viliulfo daba clases en el Instituto Fleming, una escuela multifacética en donde daba dibujo a unos chicos de diseño gráfico.


EL GOLPE TRIUNFAL DE "EL MARACAS" 

1990. Afuera del taller de Luis Nishizawa en la Enap Xochimilco había una pequeña plancha de cemento. Mis compañeros y yo teníamos clase de técnica de los materiales de pintura para primer semestre de la carrera en Artes visuales. Casi siempre, los ayudantes del maestro, encargados de abrir el taller, llegaban tarde. Según el horario asignado, teníamos clase a partir de las 7 de la mañana. Mientras nos abrían el taller hacíamos cualquier cosa, platicar, dibujar, levantar piedras del jardín para ver los bichos y jugar frontón. La pared del taller era alta y alguien llevó una pelota de esponja. Un compañero, que no me acuerdo cómo se llamaba, tenía una discapacidad, tenía los dientes superiores muy salidos, las piernas deformes y un brazo izquierdo corto con una mano pequeñita flexionada hacia adentro todo el tiempo. Comenzamos a jugar. El chico de la manita se integró también y aunque no tenía control de su cuerpo, lo intentaba como si nada. En una de esas, le vino el turno de golpear la pelota, hizo el intento con la mano derecha y falló, pero en un instante giró su cuerpo hacia atrás y le alcanzó a pegar con la otra mano, con la de la manita. El golpe fue tan sorpresivo y de pirueta, que ganó la partida. Nos dió una risa loca y a partir de ahí le apodamos "el Maracas" porque siempre le temblaba la mano, por la jugada magistral en el frontón y porque en charlas informales nos dijo que quería ser pianista. Tan maloras como somos de jóvenes, nos botabamos de risa a sus espaldas y enfrente de él. Sin mayores tapujos que la camaradería y la sinceridad, nos mentaba la madre pero andaba con nosotros para todos lados. 

     Al siguiente semestre ya no se presentó. Nunca supimos si su ilusión de ser pianista o de advocar la ilusión como hizo con la pelota, lo llevaron por el camino que quería.


LA CLASE SOBRE TEOTIHUACAN. 

El maestro Constantino Rábago, co-director de la historieta "Rarotonga" y antropológo de las culturas precolombinas. En la foto de arriba a la derecha en un número de "Cartones". En: pepines.iib.unam.mx 

Por ahí entre 1984-1986, mi hermano Toño me invitó (y me contagio en ánimos), a tomar un curso con el antropológo Constantino Rábago, en la colonia Narvarte, muy cerca del metro Eugenia. El curso, de historia antigua de México, era en la casa del maestro. Se trataba de un edificio de seis o siete pisos, con elevador y toda la cosa. Su biblioteca fungía como sala de estar y como salón de clases. Era un espacio cerrado, alfombrado, enmarcado por cuatro paredes forradas de libros, con algunos nichos para piezas prehispánicas y adornos varios, entre los cuales llamó mi atención una placa de metal enmarcada, con la imagen de la calavera Catarina de Posada. Al ver mi interés, el maestro afirmó sin titubeos, que era la plancha original. 

     Los asistentes eran personas de posibles, se notaba en su indumentaria, en su forma de hablar y en que llegaban en coche. La mayoría eran mayores de 50 años, mi hermano y yo, los más jóvenes. No me acuerdo del costo del curso, era un pago por cada sesión, pero sí me acuerdo que era caro. Duraba tres horas, una sesión por semana. 

     El curso trataba sobre las culturas prehispánicas, principalmente sobre Teotihuacan. El maestro comenzaba su clase colocándose en una especie de estrado frente a la sala, y después de los saludos y comentarios sobre cualquier cosa con los asistentes, comenzaba su histrion. Tan apasionado se ponía, que por ratos gritaba y manoteaba como un verdadero orador en medio de una plaza griega. Detalló los periodos cronológicos de Teotihuacan, comparaba los vestigios arquitectónicos, cerámicos, escultóricos y pictóricos con otras culturas, y enjuagaba todo eso con los modos de vida, organización social y religión. Todo un erudito. 

     Toño llevaba una libreta para hacer apuntes, pero la verdad es que era más regocijo escucharlo que perder atención tomando notas. Yo, por mi parte, más con la efusión que con la atención de capturar los datos e interrelacionarlos, solo podía parar el oído para ver qué se me pegaba, pues me faltaba en ese entonces mucha información de lectura para hacer valer los discursos. Ya había leído algo de Miguel León Portilla, de López Austin, de Sahagún y de una que otra fuente primaria. Además, mi hermano y yo habíamos ido montones de veces al Museo de Antropología, al Anahuacalli, al recién abierto Templo Mayor y varias zonas arqueológicas, pero me faltaba información y método. Esto corrobora en la práctica, que el aprendizaje, además de la pertinente manera de disponer de un ambiente propicio, requiere de tiempo. 

     Fuimos a tres o cuatro sesiones y ya no regresamos. Según un acuerdo entre mi hermano y yo (más de él que de mí), ya no quisimos regresar porque nos caían gordos los demás asistentes. Supuestamente su estatus social y su pose de intelectuales, nos parecieron abyectos y contaminaban el ambiente de la clase. El precio del curso influyó también, pero nuestra falta de objetividad por la juventud y una mezcla entre envidia y sentimiento de inferioridad, contaminaron nuestra decisión.


SIN TRABAJO. 

Después de renunciar a mis horas como ayudante de profesor en la Enap en 1997, di por terminado mi contrato con la UNAM. (Han de saber que hice mi servicio social como ayudante del taller de grabado en metal y luego me dieron una plaza como ayudante de profesor de dibujo. El maestro que me promovió para ayudarle fue Aureliano Sánchez Tejeda, un hombre incisivo en su método de enseñanza y famosillo en la escuela por su despotez, que no era otra cosa que una fachada mezcla entre el dibujo de imitación, el rigor de la asistencia, la exigencia de atención total y silencio en su clase, y una teoría aderezada con una buena dosis de retórica que impactaba nuestras débiles mentes de estudiantes). Me dieron una beca en el área de gráfica para jóvenes creadores del Fonca en ese mismo año. Así, me sentí valiente, renuncié, y me dediqué exclusivamente, según yo, al proyecto de mi beca. Cuando se acabó la beca en 1998, se acabó el dinero. Ya vivía solo y debía pagar la renta de mi departamento, los servicios y llenar el refrigerador. Armado con un curriculum nutrido para la edad que tenía (27 años), fui a dejar mi carpeta de obra a todas las galerías, a la Misraki, a la de Arte Mexicano, a la Pecannins, a la Óscar Román y muchas más. Recibieron mis papeles pero nunca me hablaron. Decidí entonces buscar trabajo en un marco cultural. Fui a museos y casas de cultura a ver si me daban trabajo como profesor o administrativo. Nada. Al mismo tiempo, dejé mi curriculum en la Universidad Iberoamericana en Santa Fe, en la Nuevo Mundo y en otras. Nada tampoco. Pasaba el tiempo y mis ahorros se acababan. No me cabía entonces la menor duda de que mi trabajo como productor plástico, mis capacidades como profesor y mi necesidad económica, nunca fueron factores importantes, debía conformarme con el auto convencimiento de lo que sabía de mí mismo, y seguir insistiendo. Pero la necesidad tenía mayor peso y las palmadas que me podía dar a mí mismo poco servían. 

     Vi un anuncio del Claustro de Sor Juana en el periódico, solicitaban profesores para las carreras de Arte y Cultura. Me citaron para hacerme un examen, mismo que según yo reprobé porque me puse muy nervioso, pero me dieron dos materias y pude así, tener un ingreso. Cuando cambiaron a la directora de tales licenciaturas, llegó otra y sin mayores explicaciones, me quitó las horas, se llamaba Adriana Grande de Mello. Me quedé otra vez sin nada. Unas semanas después la tipa me habló por teléfono y me dijo que se retractaba y que si quería regresar para impartir una materia. Mi orgullo fue mas grande y rechacé la oferta. 

Dejé un curso de inglés que estaba tomando en Interlingua porque ya no podía pagarlo, y mis sesiones de ejercicio en el gimnasio las paré de golpe también. Ya era 1999. Busqué entonces trabajo de lo que fuera. Dejé papeles en Sanborns y en una tienda departamental, ya no me acuerdo cual. También en librerias Gandhi. De ahí me citaron en un edificio de oficinas sobre la avenida Miguel Ángel de Quevedo, no en la librería, sino en un inmueble muy cerca de la avenida Insurgentes. León Achar, un tipo refunfuñón, vió mi curriculum y me preguntó casi gritando que qué demonios hacía yo ahi, que yo era artista. Le dije que necesitaba trabajar. Me dio un puesto como ayudante de librero en el departamento de arte de la sucursal en Lomas de Chapultepec. Por fin tenía trabajo. Mi sueldo era de 2,200 pesos. Apenas para pagar la renta de mi departamento y un sobrante a ver para qué alcanzaba. La jornada era de medio tiempo pero extenuante. No me quedaba tiempo ni energía para nada. Dejé mis grabados y mis clases y estuve vendiendo libros por casi un año. Ahí conocí a Eugenia, mi esposa. Al poco tiempo juntamos nuestros sueldos y nuestras necesidades. Me acompañó y me ayudó a pedir trabajo otra vez. Fuimos a la casa de Cultura Azcapotzalco, en donde logré abrir un taller de grabado en madera; me pagaban una bicoca. Y fuimos a la Enap para vender, por sugerencia y apoyo de María Eugenia Figueroa, quien fuera mi maestra de grabado en metal, unas muñecas de cuero para aplicar el barniz de aguafuerte. Con eso nos ayudábamos un poco. En el año 2000, cuando terminó la huelga de la UNAM, Antonio Yarza y Ricardo Morales, colegas de la escuela y a sabiendas de mi situación, me dijeron que estaban contratando profesores en la FES Cuautitlán. Llevé mis papeles y ahí estuvo Antonio Yarza para recomendarme. Me dieron dos materias para la carrera de Diseño y Comunicación Visual. Casi al mismo tiempo, regresé a la Enap a pedir horas. Maru Figueroa me recomendó hablar con Marco Antonio Albarrán, coordinador de la carrera en Artes Visuales. Busqué a Albarrán, estaba dando clase de dibujo en el "Pentágono", un espacio abierto enmarcado por varios salones. Lo saludé, me reconoció (lo conocía desde 1986), y me dijo que le cubriera la clase mientras atendía unos asuntos en su oficina. Le trabajé dos horas en su clase en lo que se desocupaba. Me pidió unos papeles para otro día y me asignó una materia para diseño y otra para artes visuales. Estuve dando clases en la FESC y en la ENAP al mismo tiempo por casi un año. Así regresé a la UNAM, y se han sumado 25 años como profesor desde 1994, con tres interrumpidos. Y aunque he seguido solicitando y participando en otros empleos, he tenido siempre una matriz que en principio me educó y luego me permitió educar; y a través de ese esquema, poder vivir.

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