EL CERRO BRUJO.
Mi amigo Viliulfo Nereo era oriundo de Ajacuba, un pueblo del estado de Hidalgo, muy cercano a la ciudad de Tula. Era un chico magro pero recio, forjado por el trabajo del campo, en donde ayudaba a su padre y a su tío en la elaboración del pulque, en el labrado de la tierra y el cuidado de los caballos. Compartimos tres años en la Escuela de Iniciación Artística número 4. del INBA.
En la escuela andábamos casi siempre juntos, éramos del mismo grupo. Teníamos clases de pintura con Thelma Botello, de dibujo con Marilú Torres Kato, de escultura con Fernando Gálvez y de grabado con José Guadalupe Sámano. No me acuerdo de los nombres de los maestros de historia del arte y de geometría. La escuela estaba en la calle de Durango, en la colonia Roma, a dos cuadras del metro Insurgentes. Era una casona estilo neobarroco, con piso de duela y un sótano frío, frío, en donde se daban las clases de modelado en barro, cartonería y talla en madera. Compartíamos espacios con las áreas de teatro, danza y música. En el cambio de turnos (íbamos en la tarde) veíamos salir a los grupos matutinos, y en los cambios de clase nos topábamos con las niñas en tutu, y con los chicos de la clase de violonchelo. Era un ambiente multidisciplinario muy ameno y acogedor. Los maestros, coordinados por Thelma Botello, organizaban una exposición de fin de cursos en un espacio público. Thelma tenía un amigo reportero que trabaja en el periódico excelsior, así que teníamos asegurada una nota en la sección de sociales
En unas vacaciones, Viliulfo me invitó a pasar unos días en su casa. Salimos temprano de la ciudad de México desde la central de autobuses del norte. Tomamos un autobús que nos llevó a Tula, en donde comimos en el mercado y luego visitamos la zona arqueológica. Al fondo de las ruinas, como a un kilómetro, había una pirámide de forma mixta, mitad rectangular y mitad redonda. Después de treparnos y caminar por los alrededores un rato, oímos la voz de un hombre que nos llamaba —¿Quieren monos?— Nos acercamos. En el portal de una choza había un hombre de pie de rasgos indígenas, de unos cincuenta años y con una mirada que parecía envuelta en una niebla. Volvió a repetir la pregunta. Nos invitó a pasar. Tenía en el piso varias figuras prehispánicas de piedra y de barro que, según nos dijo, había encontrado en los alrededores. Yo le compré la figura de una mujer en cuclillas, en una posición similar a la de un chac mol. Lamentamos no llevar más dinero pues tenía una piezas más grandes y unas en verdad eran joyas artísticas.
Por la tarde tomamos un camión que nos llevó a su pueblo, que se encontraba exactamente entre Tula y el cerro del Chicoco, una montaña en forma de seno que se podía divisar muy bien desde las pirámides. Después del recibimiento, su madre nos dio de cenar y nos fuimos a dormir en una habitación oscura a más no poder, tan negra que daba lo mismo tener los ojos abiertos que cerrados.
Al día siguiente me mostró las tinajas en donde su tío fermentaba el pulque, y me enseñó los terrenos de su propiedad. Luego fuimos al pueblo, un lugar en extremo provinciano, con calles irregulares, unas empedradas y otras de pura tierra, con casas de adobe y aplanado de cal, con techos de teja de barro y caída de dos aguas. Me empujó a subirme a uno de sus caballos, con el que galopamos un trecho mientras yo le rogaba que se detuviera. Su habilidad con el caballo era igualable.
Al pie del pueblo se levantaba una loma semi árida, por donde circulaban todo tipo de alimañas del desierto. Viliulfo capturó un camaleón de espinas que retozaba bajo el sol. Comenzamos a subir a pie mientras él me narraba como si fuera un guía de turistas, las características del terreno, los animales que ahí vivían y los nombres de las tierras que terminaban en el horizonte. Mientras caminábamos, un dato me intrigó sobremanera. Dijo que a ese cerro le llamaban cerro brujo porque perdía a la gente, y que usualmente quien seguía la vereda para pasar de un lado al otro terminaba en el mismo punto. Caminamos un rato por un camino de tierra que parecía llevar al otro lado del cerro, poniendo atención al paisaje. Después de un rato llegamos al punto de inicio. Viliulfo volteó a verme y dijo con una sonrisota —¿Ya ves, te digo que es brujo— No supe qué decir, era como si me hubieran comido la lengua los ratones, no pude hablar.
Cuanto terminamos la escuela cada quien agarró por su camino. Cinco o seis años después nos reunimos en el centro de Azcapotzalco, en un Vips. Nos citamos ahí porque Viliulfo daba clases en el Instituto Fleming, una escuela multifacética en donde daba dibujo a unos chicos de diseño gráfico.
EL GOLPE TRIUNFAL DE "EL MARACAS"
1990. Afuera del taller de Luis Nishizawa en la Enap Xochimilco había una pequeña plancha de cemento. Mis compañeros y yo teníamos clase de técnica de los materiales de pintura para primer semestre de la carrera en Artes visuales. Casi siempre, los ayudantes del maestro, encargados de abrir el taller, llegaban tarde. Según el horario asignado, teníamos clase a partir de las 7 de la mañana. Mientras nos abrían el taller hacíamos cualquier cosa, platicar, dibujar, levantar piedras del jardín para ver los bichos y jugar frontón. La pared del taller era alta y alguien llevó una pelota de esponja. Un compañero, que no me acuerdo cómo se llamaba, tenía una discapacidad, tenía los dientes superiores muy salidos, las piernas deformes y un brazo izquierdo corto con una mano pequeñita flexionada hacia adentro todo el tiempo. Comenzamos a jugar. El chico de la manita se integró también y aunque no tenía control de su cuerpo, lo intentaba como si nada. En una de esas, le vino el turno de golpear la pelota, hizo el intento con la mano derecha y falló, pero en un instante giró su cuerpo hacia atrás y le alcanzó a pegar con la otra mano, con la de la manita. El golpe fue tan sorpresivo y de pirueta, que ganó la partida. Nos dió una risa loca y a partir de ahí le apodamos "el Maracas" porque siempre le temblaba la mano, por la jugada magistral en el frontón y porque en charlas informales nos dijo que quería ser pianista. Tan maloras como somos de jóvenes, nos botabamos de risa a sus espaldas y enfrente de él. Sin mayores tapujos que la camaradería y la sinceridad, nos mentaba la madre pero andaba con nosotros para todos lados.
Al siguiente semestre ya no se presentó. Nunca supimos si su ilusión de ser pianista o de advocar la ilusión como hizo con la pelota, lo llevaron por el camino que quería.
LA CLASE SOBRE TEOTIHUACAN.
El maestro Constantino Rábago, co-director de la historieta "Rarotonga" y antropológo de las culturas precolombinas. En la foto de arriba a la derecha en un número de "Cartones". En: pepines.iib.unam.mxPor ahí entre 1984-1986, mi hermano Toño me invitó (y me contagio en ánimos), a tomar un curso con el antropológo Constantino Rábago, en la colonia Narvarte, muy cerca del metro Eugenia. El curso, de historia antigua de México, era en la casa del maestro. Se trataba de un edificio de seis o siete pisos, con elevador y toda la cosa. Su biblioteca fungía como sala de estar y como salón de clases. Era un espacio cerrado, alfombrado, enmarcado por cuatro paredes forradas de libros, con algunos nichos para piezas prehispánicas y adornos varios, entre los cuales llamó mi atención una placa de metal enmarcada, con la imagen de la calavera Catarina de Posada. Al ver mi interés, el maestro afirmó sin titubeos, que era la plancha original.
Los asistentes eran personas de posibles, se notaba en su indumentaria, en su forma de hablar y en que llegaban en coche. La mayoría eran mayores de 50 años, mi hermano y yo, los más jóvenes. No me acuerdo del costo del curso, era un pago por cada sesión, pero sí me acuerdo que era caro. Duraba tres horas, una sesión por semana.
El curso trataba sobre las culturas prehispánicas, principalmente sobre Teotihuacan. El maestro comenzaba su clase colocándose en una especie de estrado frente a la sala, y después de los saludos y comentarios sobre cualquier cosa con los asistentes, comenzaba su histrion. Tan apasionado se ponía, que por ratos gritaba y manoteaba como un verdadero orador en medio de una plaza griega. Detalló los periodos cronológicos de Teotihuacan, comparaba los vestigios arquitectónicos, cerámicos, escultóricos y pictóricos con otras culturas, y enjuagaba todo eso con los modos de vida, organización social y religión. Todo un erudito.
Toño llevaba una libreta para hacer apuntes, pero la verdad es que era más regocijo escucharlo que perder atención tomando notas. Yo, por mi parte, más con la efusión que con la atención de capturar los datos e interrelacionarlos, solo podía parar el oído para ver qué se me pegaba, pues me faltaba en ese entonces mucha información de lectura para hacer valer los discursos. Ya había leído algo de Miguel León Portilla, de López Austin, de Sahagún y de una que otra fuente primaria. Además, mi hermano y yo habíamos ido montones de veces al Museo de Antropología, al Anahuacalli, al recién abierto Templo Mayor y varias zonas arqueológicas, pero me faltaba información y método. Esto corrobora en la práctica, que el aprendizaje, además de la pertinente manera de disponer de un ambiente propicio, requiere de tiempo.
Fuimos a tres o cuatro sesiones y ya no regresamos. Según un acuerdo entre mi hermano y yo (más de él que de mí), ya no quisimos regresar porque nos caían gordos los demás asistentes. Supuestamente su estatus social y su pose de intelectuales, nos parecieron abyectos y contaminaban el ambiente de la clase. El precio del curso influyó también, pero nuestra falta de objetividad por la juventud y una mezcla entre envidia y sentimiento de inferioridad, contaminaron nuestra decisión.
SIN TRABAJO.
Después de renunciar a mis horas como ayudante de profesor en la Enap en 1997, di por terminado mi contrato con la UNAM. (Han de saber que hice mi servicio social como ayudante del taller de grabado en metal y luego me dieron una plaza como ayudante de profesor de dibujo. El maestro que me promovió para ayudarle fue Aureliano Sánchez Tejeda, un hombre incisivo en su método de enseñanza y famosillo en la escuela por su despotez, que no era otra cosa que una fachada mezcla entre el dibujo de imitación, el rigor de la asistencia, la exigencia de atención total y silencio en su clase, y una teoría aderezada con una buena dosis de retórica que impactaba nuestras débiles mentes de estudiantes). Me dieron una beca en el área de gráfica para jóvenes creadores del Fonca en ese mismo año. Así, me sentí valiente, renuncié, y me dediqué exclusivamente, según yo, al proyecto de mi beca. Cuando se acabó la beca en 1998, se acabó el dinero. Ya vivía solo y debía pagar la renta de mi departamento, los servicios y llenar el refrigerador. Armado con un curriculum nutrido para la edad que tenía (27 años), fui a dejar mi carpeta de obra a todas las galerías, a la Misraki, a la de Arte Mexicano, a la Pecannins, a la Óscar Román y muchas más. Recibieron mis papeles pero nunca me hablaron. Decidí entonces buscar trabajo en un marco cultural. Fui a museos y casas de cultura a ver si me daban trabajo como profesor o administrativo. Nada. Al mismo tiempo, dejé mi curriculum en la Universidad Iberoamericana en Santa Fe, en la Nuevo Mundo y en otras. Nada tampoco. Pasaba el tiempo y mis ahorros se acababan. No me cabía entonces la menor duda de que mi trabajo como productor plástico, mis capacidades como profesor y mi necesidad económica, nunca fueron factores importantes, debía conformarme con el auto convencimiento de lo que sabía de mí mismo, y seguir insistiendo. Pero la necesidad tenía mayor peso y las palmadas que me podía dar a mí mismo poco servían.
Vi un anuncio del Claustro de Sor Juana en el periódico, solicitaban profesores para las carreras de Arte y Cultura. Me citaron para hacerme un examen, mismo que según yo reprobé porque me puse muy nervioso, pero me dieron dos materias y pude así, tener un ingreso. Cuando cambiaron a la directora de tales licenciaturas, llegó otra y sin mayores explicaciones, me quitó las horas, se llamaba Adriana Grande de Mello. Me quedé otra vez sin nada. Unas semanas después la tipa me habló por teléfono y me dijo que se retractaba y que si quería regresar para impartir una materia. Mi orgullo fue mas grande y rechacé la oferta.
Dejé un curso de inglés que estaba tomando en Interlingua porque ya no podía pagarlo, y mis sesiones de ejercicio en el gimnasio las paré de golpe también. Ya era 1999. Busqué entonces trabajo de lo que fuera. Dejé papeles en Sanborns y en una tienda departamental, ya no me acuerdo cual. También en librerias Gandhi. De ahí me citaron en un edificio de oficinas sobre la avenida Miguel Ángel de Quevedo, no en la librería, sino en un inmueble muy cerca de la avenida Insurgentes. León Achar, un tipo refunfuñón, vió mi curriculum y me preguntó casi gritando que qué demonios hacía yo ahi, que yo era artista. Le dije que necesitaba trabajar. Me dio un puesto como ayudante de librero en el departamento de arte de la sucursal en Lomas de Chapultepec. Por fin tenía trabajo. Mi sueldo era de 2,200 pesos. Apenas para pagar la renta de mi departamento y un sobrante a ver para qué alcanzaba. La jornada era de medio tiempo pero extenuante. No me quedaba tiempo ni energía para nada. Dejé mis grabados y mis clases y estuve vendiendo libros por casi un año. Ahí conocí a Eugenia, mi esposa. Al poco tiempo juntamos nuestros sueldos y nuestras necesidades. Me acompañó y me ayudó a pedir trabajo otra vez. Fuimos a la casa de Cultura Azcapotzalco, en donde logré abrir un taller de grabado en madera; me pagaban una bicoca. Y fuimos a la Enap para vender, por sugerencia y apoyo de María Eugenia Figueroa, quien fuera mi maestra de grabado en metal, unas muñecas de cuero para aplicar el barniz de aguafuerte. Con eso nos ayudábamos un poco. En el año 2000, cuando terminó la huelga de la UNAM, Antonio Yarza y Ricardo Morales, colegas de la escuela y a sabiendas de mi situación, me dijeron que estaban contratando profesores en la FES Cuautitlán. Llevé mis papeles y ahí estuvo Antonio Yarza para recomendarme. Me dieron dos materias para la carrera de Diseño y Comunicación Visual. Casi al mismo tiempo, regresé a la Enap a pedir horas. Maru Figueroa me recomendó hablar con Marco Antonio Albarrán, coordinador de la carrera en Artes Visuales. Busqué a Albarrán, estaba dando clase de dibujo en el "Pentágono", un espacio abierto enmarcado por varios salones. Lo saludé, me reconoció (lo conocía desde 1986), y me dijo que le cubriera la clase mientras atendía unos asuntos en su oficina. Le trabajé dos horas en su clase en lo que se desocupaba. Me pidió unos papeles para otro día y me asignó una materia para diseño y otra para artes visuales. Estuve dando clases en la FESC y en la ENAP al mismo tiempo por casi un año. Así regresé a la UNAM, y se han sumado 25 años como profesor desde 1994, con tres interrumpidos. Y aunque he seguido solicitando y participando en otros empleos, he tenido siempre una matriz que en principio me educó y luego me permitió educar; y a través de ese esquema, poder vivir.