miércoles, 9 de marzo de 2022

Anecdotario 3

 EL CERRO BRUJO. 

Mi amigo Viliulfo Nereo era oriundo de Ajacuba, un pueblo del estado de Hidalgo, muy cercano a la ciudad de Tula. Era un chico magro pero recio, forjado por el trabajo del campo, en donde ayudaba a su padre y a su tío en la elaboración del pulque, en el labrado de la tierra y el cuidado de los caballos. Compartimos tres años en la Escuela de Iniciación Artística número 4. del INBA. 

     En la escuela andábamos casi siempre juntos, éramos del mismo grupo. Teníamos clases de pintura con Thelma Botello, de dibujo con Marilú Torres Kato, de escultura con Fernando Gálvez y de grabado con José Guadalupe Sámano. No me acuerdo de los nombres de los maestros de historia del arte y de geometría. La escuela estaba en la calle de Durango, en la colonia Roma, a dos cuadras del metro Insurgentes. Era una casona estilo neobarroco, con piso de duela y un sótano frío, frío, en donde se daban las clases de modelado en barro, cartonería y talla en madera. Compartíamos espacios con las áreas de teatro, danza y música. En el cambio de turnos (íbamos en la tarde) veíamos salir a los grupos matutinos, y en los cambios de clase nos topábamos con las niñas en tutu, y con los chicos de la clase de violonchelo. Era un ambiente multidisciplinario muy ameno y acogedor. Los maestros, coordinados por Thelma Botello, organizaban una exposición de fin de cursos en un espacio público. Thelma tenía un amigo reportero que trabaja en el periódico excelsior, así que teníamos asegurada una nota en la sección de sociales

     En unas vacaciones, Viliulfo me invitó a pasar unos días en su casa. Salimos temprano de la ciudad de México desde la central de autobuses del norte. Tomamos un autobús que nos llevó a Tula, en donde comimos en el mercado y luego visitamos la zona arqueológica. Al fondo de las ruinas, como a un kilómetro, había una pirámide de forma mixta, mitad rectangular y mitad redonda. Después de treparnos y caminar por los alrededores un rato, oímos la voz de un hombre que nos llamaba —¿Quieren monos?— Nos acercamos. En el portal de una choza había un hombre de pie de rasgos indígenas, de unos cincuenta años y con una mirada que parecía envuelta en una niebla. Volvió a repetir la pregunta. Nos invitó a pasar. Tenía en el piso varias figuras prehispánicas de piedra y de barro que, según nos dijo, había encontrado en los alrededores. Yo le compré la figura de una mujer en cuclillas, en una posición similar a la de un chac mol. Lamentamos no llevar más dinero pues tenía una piezas más grandes y unas en verdad eran joyas artísticas.

     Por la tarde tomamos un camión que nos llevó a su pueblo, que se encontraba exactamente entre Tula y el cerro del Chicoco, una montaña en forma de seno que se podía divisar muy bien desde las pirámides. Después del recibimiento, su madre nos dio de cenar y nos fuimos a dormir en una habitación oscura a más no poder, tan negra que daba lo mismo tener los ojos abiertos que cerrados. 

     Al día siguiente me mostró las tinajas en donde su tío fermentaba el pulque, y me enseñó los terrenos de su propiedad. Luego fuimos al pueblo, un lugar en extremo provinciano, con calles irregulares, unas empedradas y otras de pura tierra, con casas de adobe y aplanado de cal, con techos de teja de barro y caída de dos aguas. Me empujó a subirme a uno de sus caballos, con el que galopamos un trecho mientras yo le rogaba que se detuviera. Su habilidad con el caballo era igualable. 

     Al pie del pueblo se levantaba una loma semi árida, por donde circulaban todo tipo de alimañas del desierto. Viliulfo capturó un camaleón de espinas que retozaba bajo el sol. Comenzamos a subir a pie mientras él me narraba como si fuera un guía de turistas, las características del terreno, los animales que ahí vivían y los nombres de las tierras que terminaban en el horizonte. Mientras caminábamos, un dato me intrigó sobremanera. Dijo que a ese cerro le llamaban cerro brujo porque perdía a la gente, y que usualmente quien seguía la vereda para pasar de un lado al otro terminaba en el mismo punto. Caminamos un rato por un camino de tierra que parecía llevar al otro lado del cerro, poniendo atención al paisaje. Después de un rato llegamos al punto de inicio. Viliulfo volteó a verme y dijo con una sonrisota —¿Ya ves, te digo que es brujo— No supe qué decir, era como si me hubieran comido la lengua los ratones, no pude hablar. 

     Cuanto terminamos la escuela cada quien agarró por su camino. Cinco o seis años después nos reunimos en el centro de Azcapotzalco, en un Vips. Nos citamos ahí porque Viliulfo daba clases en el Instituto Fleming, una escuela multifacética en donde daba dibujo a unos chicos de diseño gráfico.


EL GOLPE TRIUNFAL DE "EL MARACAS" 

1990. Afuera del taller de Luis Nishizawa en la Enap Xochimilco había una pequeña plancha de cemento. Mis compañeros y yo teníamos clase de técnica de los materiales de pintura para primer semestre de la carrera en Artes visuales. Casi siempre, los ayudantes del maestro, encargados de abrir el taller, llegaban tarde. Según el horario asignado, teníamos clase a partir de las 7 de la mañana. Mientras nos abrían el taller hacíamos cualquier cosa, platicar, dibujar, levantar piedras del jardín para ver los bichos y jugar frontón. La pared del taller era alta y alguien llevó una pelota de esponja. Un compañero, que no me acuerdo cómo se llamaba, tenía una discapacidad, tenía los dientes superiores muy salidos, las piernas deformes y un brazo izquierdo corto con una mano pequeñita flexionada hacia adentro todo el tiempo. Comenzamos a jugar. El chico de la manita se integró también y aunque no tenía control de su cuerpo, lo intentaba como si nada. En una de esas, le vino el turno de golpear la pelota, hizo el intento con la mano derecha y falló, pero en un instante giró su cuerpo hacia atrás y le alcanzó a pegar con la otra mano, con la de la manita. El golpe fue tan sorpresivo y de pirueta, que ganó la partida. Nos dió una risa loca y a partir de ahí le apodamos "el Maracas" porque siempre le temblaba la mano, por la jugada magistral en el frontón y porque en charlas informales nos dijo que quería ser pianista. Tan maloras como somos de jóvenes, nos botabamos de risa a sus espaldas y enfrente de él. Sin mayores tapujos que la camaradería y la sinceridad, nos mentaba la madre pero andaba con nosotros para todos lados. 

     Al siguiente semestre ya no se presentó. Nunca supimos si su ilusión de ser pianista o de advocar la ilusión como hizo con la pelota, lo llevaron por el camino que quería.


LA CLASE SOBRE TEOTIHUACAN. 

El maestro Constantino Rábago, co-director de la historieta "Rarotonga" y antropológo de las culturas precolombinas. En la foto de arriba a la derecha en un número de "Cartones". En: pepines.iib.unam.mx 

Por ahí entre 1984-1986, mi hermano Toño me invitó (y me contagio en ánimos), a tomar un curso con el antropológo Constantino Rábago, en la colonia Narvarte, muy cerca del metro Eugenia. El curso, de historia antigua de México, era en la casa del maestro. Se trataba de un edificio de seis o siete pisos, con elevador y toda la cosa. Su biblioteca fungía como sala de estar y como salón de clases. Era un espacio cerrado, alfombrado, enmarcado por cuatro paredes forradas de libros, con algunos nichos para piezas prehispánicas y adornos varios, entre los cuales llamó mi atención una placa de metal enmarcada, con la imagen de la calavera Catarina de Posada. Al ver mi interés, el maestro afirmó sin titubeos, que era la plancha original. 

     Los asistentes eran personas de posibles, se notaba en su indumentaria, en su forma de hablar y en que llegaban en coche. La mayoría eran mayores de 50 años, mi hermano y yo, los más jóvenes. No me acuerdo del costo del curso, era un pago por cada sesión, pero sí me acuerdo que era caro. Duraba tres horas, una sesión por semana. 

     El curso trataba sobre las culturas prehispánicas, principalmente sobre Teotihuacan. El maestro comenzaba su clase colocándose en una especie de estrado frente a la sala, y después de los saludos y comentarios sobre cualquier cosa con los asistentes, comenzaba su histrion. Tan apasionado se ponía, que por ratos gritaba y manoteaba como un verdadero orador en medio de una plaza griega. Detalló los periodos cronológicos de Teotihuacan, comparaba los vestigios arquitectónicos, cerámicos, escultóricos y pictóricos con otras culturas, y enjuagaba todo eso con los modos de vida, organización social y religión. Todo un erudito. 

     Toño llevaba una libreta para hacer apuntes, pero la verdad es que era más regocijo escucharlo que perder atención tomando notas. Yo, por mi parte, más con la efusión que con la atención de capturar los datos e interrelacionarlos, solo podía parar el oído para ver qué se me pegaba, pues me faltaba en ese entonces mucha información de lectura para hacer valer los discursos. Ya había leído algo de Miguel León Portilla, de López Austin, de Sahagún y de una que otra fuente primaria. Además, mi hermano y yo habíamos ido montones de veces al Museo de Antropología, al Anahuacalli, al recién abierto Templo Mayor y varias zonas arqueológicas, pero me faltaba información y método. Esto corrobora en la práctica, que el aprendizaje, además de la pertinente manera de disponer de un ambiente propicio, requiere de tiempo. 

     Fuimos a tres o cuatro sesiones y ya no regresamos. Según un acuerdo entre mi hermano y yo (más de él que de mí), ya no quisimos regresar porque nos caían gordos los demás asistentes. Supuestamente su estatus social y su pose de intelectuales, nos parecieron abyectos y contaminaban el ambiente de la clase. El precio del curso influyó también, pero nuestra falta de objetividad por la juventud y una mezcla entre envidia y sentimiento de inferioridad, contaminaron nuestra decisión.


SIN TRABAJO. 

Después de renunciar a mis horas como ayudante de profesor en la Enap en 1997, di por terminado mi contrato con la UNAM. (Han de saber que hice mi servicio social como ayudante del taller de grabado en metal y luego me dieron una plaza como ayudante de profesor de dibujo. El maestro que me promovió para ayudarle fue Aureliano Sánchez Tejeda, un hombre incisivo en su método de enseñanza y famosillo en la escuela por su despotez, que no era otra cosa que una fachada mezcla entre el dibujo de imitación, el rigor de la asistencia, la exigencia de atención total y silencio en su clase, y una teoría aderezada con una buena dosis de retórica que impactaba nuestras débiles mentes de estudiantes). Me dieron una beca en el área de gráfica para jóvenes creadores del Fonca en ese mismo año. Así, me sentí valiente, renuncié, y me dediqué exclusivamente, según yo, al proyecto de mi beca. Cuando se acabó la beca en 1998, se acabó el dinero. Ya vivía solo y debía pagar la renta de mi departamento, los servicios y llenar el refrigerador. Armado con un curriculum nutrido para la edad que tenía (27 años), fui a dejar mi carpeta de obra a todas las galerías, a la Misraki, a la de Arte Mexicano, a la Pecannins, a la Óscar Román y muchas más. Recibieron mis papeles pero nunca me hablaron. Decidí entonces buscar trabajo en un marco cultural. Fui a museos y casas de cultura a ver si me daban trabajo como profesor o administrativo. Nada. Al mismo tiempo, dejé mi curriculum en la Universidad Iberoamericana en Santa Fe, en la Nuevo Mundo y en otras. Nada tampoco. Pasaba el tiempo y mis ahorros se acababan. No me cabía entonces la menor duda de que mi trabajo como productor plástico, mis capacidades como profesor y mi necesidad económica, nunca fueron factores importantes, debía conformarme con el auto convencimiento de lo que sabía de mí mismo, y seguir insistiendo. Pero la necesidad tenía mayor peso y las palmadas que me podía dar a mí mismo poco servían. 

     Vi un anuncio del Claustro de Sor Juana en el periódico, solicitaban profesores para las carreras de Arte y Cultura. Me citaron para hacerme un examen, mismo que según yo reprobé porque me puse muy nervioso, pero me dieron dos materias y pude así, tener un ingreso. Cuando cambiaron a la directora de tales licenciaturas, llegó otra y sin mayores explicaciones, me quitó las horas, se llamaba Adriana Grande de Mello. Me quedé otra vez sin nada. Unas semanas después la tipa me habló por teléfono y me dijo que se retractaba y que si quería regresar para impartir una materia. Mi orgullo fue mas grande y rechacé la oferta. 

Dejé un curso de inglés que estaba tomando en Interlingua porque ya no podía pagarlo, y mis sesiones de ejercicio en el gimnasio las paré de golpe también. Ya era 1999. Busqué entonces trabajo de lo que fuera. Dejé papeles en Sanborns y en una tienda departamental, ya no me acuerdo cual. También en librerias Gandhi. De ahí me citaron en un edificio de oficinas sobre la avenida Miguel Ángel de Quevedo, no en la librería, sino en un inmueble muy cerca de la avenida Insurgentes. León Achar, un tipo refunfuñón, vió mi curriculum y me preguntó casi gritando que qué demonios hacía yo ahi, que yo era artista. Le dije que necesitaba trabajar. Me dio un puesto como ayudante de librero en el departamento de arte de la sucursal en Lomas de Chapultepec. Por fin tenía trabajo. Mi sueldo era de 2,200 pesos. Apenas para pagar la renta de mi departamento y un sobrante a ver para qué alcanzaba. La jornada era de medio tiempo pero extenuante. No me quedaba tiempo ni energía para nada. Dejé mis grabados y mis clases y estuve vendiendo libros por casi un año. Ahí conocí a Eugenia, mi esposa. Al poco tiempo juntamos nuestros sueldos y nuestras necesidades. Me acompañó y me ayudó a pedir trabajo otra vez. Fuimos a la casa de Cultura Azcapotzalco, en donde logré abrir un taller de grabado en madera; me pagaban una bicoca. Y fuimos a la Enap para vender, por sugerencia y apoyo de María Eugenia Figueroa, quien fuera mi maestra de grabado en metal, unas muñecas de cuero para aplicar el barniz de aguafuerte. Con eso nos ayudábamos un poco. En el año 2000, cuando terminó la huelga de la UNAM, Antonio Yarza y Ricardo Morales, colegas de la escuela y a sabiendas de mi situación, me dijeron que estaban contratando profesores en la FES Cuautitlán. Llevé mis papeles y ahí estuvo Antonio Yarza para recomendarme. Me dieron dos materias para la carrera de Diseño y Comunicación Visual. Casi al mismo tiempo, regresé a la Enap a pedir horas. Maru Figueroa me recomendó hablar con Marco Antonio Albarrán, coordinador de la carrera en Artes Visuales. Busqué a Albarrán, estaba dando clase de dibujo en el "Pentágono", un espacio abierto enmarcado por varios salones. Lo saludé, me reconoció (lo conocía desde 1986), y me dijo que le cubriera la clase mientras atendía unos asuntos en su oficina. Le trabajé dos horas en su clase en lo que se desocupaba. Me pidió unos papeles para otro día y me asignó una materia para diseño y otra para artes visuales. Estuve dando clases en la FESC y en la ENAP al mismo tiempo por casi un año. Así regresé a la UNAM, y se han sumado 25 años como profesor desde 1994, con tres interrumpidos. Y aunque he seguido solicitando y participando en otros empleos, he tenido siempre una matriz que en principio me educó y luego me permitió educar; y a través de ese esquema, poder vivir.

Anecdotario 2


LA DESPEDIDA DE AGUS DE LA CRUZ. 

Por una extraña sensación, tuve el impulso de subir a facebook unas fotos de mis dibujos hechos entre 1984 y 1990. Los había fotografiado para mi clase de dibujo, para mostrarles a mis alumnos sobre la importancia del proceso evolutivo en el aprendizaje de dibujar y para que se dieran cuenta de su nivel respecto del de un niño de 12 a 18 años. Casi al instante, los comentarios afloraron en la pestaña de notificaciones. Un comentario en especial de Agus de la Cruz remembró mi etapa de estudiante en la secundaria. Agustín de la Cruz era mi compañero en el taller de artes pláticas, y juntos compartimos la experiencia de trabajar bajo las órdenes del profesor Sergio Fernández Carreón, versado maestro, egresado de la academia de San Carlos. Desde la secundaria nunca volví a ver a Agustín pero nos habíamos saludado en facebook de vez en cuando. Agustín compartió en su comentario un portafolio de madera que el maestro nos había enseñado a ensamblar, un estuche de pinturas que con todas las minucias y cuidados del carpintero, que el profesor Carreón nos hizo fabricar en el taller - ¿Te acuerdas de este trabajo que hicimos en la secu? Y ahí tengo la mayoría que hicimos como recuerdo- Dijo con un ánimo sincero y nostálgico. Cuatro días después, Agustín falleció y los breves intercambios que sostuvimos adquirieron la imagen profética del despido.

     

DAVID HUERTA Y EL HIJO DEL CUERVO. 

No recuerdo exactamente cómo, pero sí es seguro que para presentar a la editorial Libros del Dragón (a cargo de Salvador Alanís), asistimos grabadores y escritores a "El hijo del Cuervo", en el Centro de Coyoacán, en 1997. Salvador me presentó con David Huerta, hijo de Efrain Huerta, y me presumió con el libro que hicimos juntos para la editorial: "Mito y realidad", una carpeta de grabados hechos entre 1994 y 1996 en la Enap. Salvador escribió unos poemas para el libro, ejemplar único. David Huerta, quien miró la animosa exposición de Salvador y con un aire mezcla entre arrogancia e incredulidad, llevó sus ojos de mis grabados a mis ojos dos o tres veces y luego, con aire de erudito internacional y sin mesura, asintió con la cabeza y se retiró caminando al fondo del recinto, como si no hubiera pasado nada.


ENCUENTROS ENTRE 23 AÑOS. 

En el segundo encuentro de becarios de jóvenes creadores del fonca en la universidad de Jalapa, Veracruz, en 1998. Camino a una sesión con tutores, alcancé a Ignacio Salazar, tutor del área de Pintura. Me presenté, y con la idea de interesarlo, le dije que fui compañero de grupo de su hija Diana. Sin mas intención que establecer lazos de comunicación e intercambio y con afán de asegurar su atención, metí a su hija en mi presentación. No sé detuvo para nada, me echó una mirada sesgada y asintió con un - Mmmmh-. Esperé me dijera algo más pero no, seguimos caminando juntos hasta el inmueble y ahí nos separamos. 21 años después, en una visita a la Enap Xochimilco con motivo de la firma de unos grabados para una carpeta conmemorativa del 68, me topé en el estacionamiento a Paco Plancarte, mi cotutor de tesis de posgrado. En el camino nos topamos con Ignacio Salazar. Me lo presentó y le dije - ya nos conocemos-. Muy sonriente y sin ahondar en el detalle nos despedimos.


LA CASA DE "EL CUERVO" 

Nunca lo supe y menos mi familia. La casa en la colonia Industrial con domicilio Fundidora de Monterrey no. 115, en donde viví de 1979 a 1993, fue habitada por el cantante de música vernácula Alberto Ángel "el Cuervo". Lo supe porque en la página wikipedia dedicada a la colonia Industrial se menciona. Lo ratifiqué con el Cuervo vía messenger. Me dijo que sí, que ahí vivió en su infancia y que fue casa de su abuela.  Después de que murió don Raúl Morales Escudero (mi padre) en 1979, mi madre nos llevó (a sus cinco hijos) a vivir a la colonia Industrial. La casa tenía dos niveles y nosotros nos asentamos en la planta baja (no era duplex pero el dueño rentaba el piso superior a otra familia). Tenía un patio pequeño en la entrada, dos recámaras con ventana a la calle, un baño regular con mosaicos antiguos, un comedor, una cocina pequeña, un espacio que en su momento fue habitación de mi tío Jesús y luego sala, y una azotehuela con un retrete en un cuartito apretado. Ningún rastro de "el Cuervo" cuando llegamos. La casa, de estilo modernista de los años 30 del siglo XX, a espaldas del parque María del Carmen, parecía holgada para una pareja joven, pero fue en esencia apretada para cinco niños, mi madre y mis dos tíos.


Anecdotario 1


SOBRE LA ANÉCDOTA. 

La anécdota nunca será, por más que la defiendan, sustituto de la historia. Tampoco lo será la crónica. No estamos hablando de posiciones jerárquicas, sino de sustancia y de permanencia. La etimología no ayuda mucho a establecer una definición precisa y tampoco a distinguirla de la crónica, el relato, el cuento e incluso la historia. Dice el diccionario: del griego anékdota, suceso curioso y poco conocido, relato breve, suceso circunstancial o irrelevante. 

 Lo que no dice el diccionario es que las anécdotas poseen una buena dosis de mitología, y en ello radica su inteligencia. Así que no se tomen estas anécdotas como determinantes soluciones, como si fueran dechadas  virtudes de comentarios banales de facebook o de twitter, pero tampoco se les desdeñe como si fueran mínimas explosiones emocionales para ratificar los fantasmas de mis egomanías. En los sucesos cotidianos se esconden los subterfugios del inconsciente y las verdades desbocadas de los instantes pasionales. El problema es la perspectiva, que se da con el tiempo y sobre todo, con madurez visionaria. Cuando no podemos empalmar los errores con las verdades, recurrimos a las justificaciones, y todos, sin excepción, somos maestros consumados del autoengaño. Sin la perspectiva de la historia personal no tendríamos qué contar, por eso la falta de memoria recurre por momentos a la fantasía o a la reconstrucción bien lograda, lograda al menos para una buena narrativa, como también hacen la crónica y la historia. Sobre la verdad en la anécdota, no debemos tampoco preocuparnos, no debemos ser jueces ni miembros de un jurado para permitirnos un criterio propio. La reconstrucción de los hechos genera de por sí una distancia entre la verdad y la falsedad. Las anécdotas, más que convencernos, pretenden sorprendernos y con ello, gestionar expectativas. 

     Siempre quise exhudar mis anécdotas pero de una manera ajena a la esperanza de que se lean. Ha sido más bien una necesidad personal universal, es decir, la necesidad que tenemos todos de depositar en los recuerdos un hilo de dos extremos, uno de transitoriedad y otro de permanencencia. Lo personal es impersonal cuando los sucesos se enmarcan en el suceso mismo, en la materia que hace de la naturaleza humana algo distinto a la lógica de la historia personal. Lo impersonal, presente en nuestras vidas, es lo que nos hace ser lo que somos y al mismo tiempo, lo que decidimos. No es contradicción, es más bien, la contraparte de la razón de ser de todo lo que vivimos, en donde no existe lógica ni argumento, sólo el tejido de los hechos. 


UN VIAJE CON AGUSTÍN MONSREAL. 

En el encuentro de becarios del Fonca de jóvenes creadores 1997 en Jalapa, Veracruz, partimos tutores, becarios y organizadores desde el Auditorio Nacional. Me tocó sentarme con Agustín Monsreal, escritor yucateco y tutor del área de cuento. Llegué primero al asiento así que me tocó ventanilla en el autobús. El maestro se sentó a un lado de mí. El trayecto se hizo en silencio en nuestros asientos hasta las afueras de la ciudad de México, en donde cobra ritmo el viaje en la carretera. Rompí el hielo. Me presenté y se presentó, nos dimos la mano. Después de intercambiar información sobre nuestras áreas artísticas le dije, abusando de la cercanía y del hielo roto, que los moldes artísticos se construyen sobre cimientos de inercia perceptiva, como sucede con las modas y el consumo. Agregué que incluso las identidades regionales o nacionalistas no se escapan del banalismo y las representaciones sobre estimadas. Se molesto mucho, me escudriñó y señaló mi playera diciendo -¡Cómo eso que tienes ahí!- Yo vestía unos jeans y una playera azul con un estampado de los Broncos de Denver, una ropa para mis 26 años casual y que simplemente correspondía con mi edad y con mi comodidad. Nunca me he comprado ropa estampada con la intención de identificarme con un equipo de fútbol, así que su comentario me sorprendió porque no entendí al inicio su molestia y no lograba conectar mi comentario con mi vestimenta. Viajamos en silencio un rato mientras procesaba en mi mente lo sucedido. De reojo vi que portaba un pantalón casimir y una guayabera blanca, epiteto de un formalismo provinciano. Caí en la cuenta que el maestro asumió mi comentario como personal y que interpretó mi juicio como dirigido a su forma de vestir. No me pareció pertinente disculparme pues mis comentarios nunca fueron para él y más bien, él se puso el saco. Intenté dos veces retomar el diálogo pero sus monosílabos y su mirada dirigida al frente mantuvieron la brecha. Cuando llegamos a Jalapa y el autobús se detuvo, el maestro brincó de su asiento, tomó su equipaje y salió rápidamente por el pasillo, como si le urgiera bajar del vehículo. Me dio una risa ligera, como esas que salen aderezadas de una seguridad somera y me dije en silencio -La distancia entre ser y no ser respecto de los demás no es la edad ni el ilusionismo que uno se hace de sí mismo, es una realidad que no vemos y es la que, por muy clara que sea, no tiene porqué corresponder con la realidad de los demás-. 


RETRATO DEL MAESTRO ALEJANDRO ALVARADO CARREÑO 

Conocí al maestro Alvarado (Alejandro Alvarado Carreño) en una exposición colectiva de jóvenes creadores generación 1997-1998, en galerías del Centro Nacional de las Artes en 1999. Creo que me lo presentó Ricardo Morales. El maestro Álvarado supo por terceros de mí y quiso conocerme porque sabía que hacía buril. Me invitó a visitar su casa-taller en Coyoacán. Meses después, mi esposa Maru y yo fuimos a visitarlo. Su taller era una nave anexa a su casa, en el corazón de Coyoacán y también era sede de la Asociación Mexicana de Grabadores. Nos recibió con calidez y con un tour a sus instalaciones. Me mostró algunos impresos antiguos y una caja con algunos buriles, misma que era parte de una mesa en donde apoyaba dos microscopios. Me mostró sus máquinas de impresión e hizo énfasis en un tórculo que afirmaba era de José Clemente Orozco. También me presumió una máquina timbradora, capaz de imprimir automáticamente grabados en metal de pequeño formato. Su archivo de estampas incluía grabados virreinales, europeos del período antiguo y de los siglos XIX y XX. También tenía planchas de cobre, acero, linoleo y madera. Desde un principio detecté un desorden y falta de cuidado y conservación de su colección. Tenía varios gatos deambulando libremente en su taller, trepando sobre las mesas, prensas, fieltros, papeles y estampas, de tal manera que había pelos por todos lados y un perfume permanente de orines de gato. Con esta visita se estableció un enlace que duró poco más de 20 años. 

     En 1999, por medio de mi hermano Javier, Concretos Apasco me comisionó la impresión de un grabado ejecutivo para fin de año, un presente artístico que Apasco regalaría a sus proveedores y amigos. Era el segundo proyecto con Apasco y yo no tenía tórculo. Recurrí al maestro Alvarado, quien me prestó su máquina timbradora para editar el tiraje. 

     En el año 2000, Regina Burillo, encargada de proyectos culturales en el Museo de San Carlos, me invitó a elaborar un grabado conmemorativo para la nueva sede de la Academia de Artes, que ahora sería trasladada al antiguo convento de la Merced. Recurrí para el tiraje con un amigo, Francisco Magallán, quien tenía un tórculo en su casa allá por Villa Coapa y que no tuvo intención de cobrarme ni quinto. La edición consistía en 400 impresos. Cuando mi esposa y yo terminamos el tiraje y por fin lo entregamos en el museo, nos dimos cuenta que faltaban 40 impresiones. Recurrí entonces al maestro Alvarado, no quería incomodar otra vez a Paco. El maestro me rentó su taller y terminamos el tiraje.

     En 2012, al maestro Alvarado se le ocurrió que le hiciera un retrato a buril. Postergué la realización de su propuesta hasta 2014, luego de varias insistencias del maestro. Me basé en unas fotografías que le tomé para mi tesis, en donde también aparece una entrevista que le hice. Cuando terminé el grabado, decidí llevárselo a su casa. Acordamos por teléfono vernos a las 9:30 de la mañana. Al llegar a su domicilio, toqué el timbre varias veces y no me abrió. A las quinientas apareció a lo lejos su hija, Ann, que venía a paso lento subiendo la calle. Me dijo que su padre estaba dentro y que no sabía nada de la cita. Me hizo esperar en la calle en lo que le avisaba a su padre. Minutos después salió el maestro. Sin pena por el olvido, me hizo pasar. Le entregué el grabado, mismo que yo había envuelto con un respaldo de cartón para su protección. Lo miró sin mucho interés y lo puso en el suelo recargado en uno de sus tórculos. En ese momento llegaron unas señoras (las hicieron pasar). El maestro acudió rápido y con pompa a recibirlas, dejándome a mi por un lado. Por la charla, parecía que las tipas eran unas autoridades o trabajadoras del Banco de México y que estaban en tratos con el maestro para que les curara una exposición de billetes. Después de un rato, como recordando que yo estaba ahí, me presentó con ellas pero siguió en lo suyo. Ante mi desesperación y poca tolerancia, me despedí rápido del maestro y me fui. El grabado se quedó en el piso. 

     El maestro dió un curso de buril en "la Parota" y me enteré de eso porque me habló por teléfono para decirme que al director de ese taller le regaló el retrato que le hice y que le diera otro, así no más, como si nada. Ya me había acostumbrado a algunas situaciones irreverentes, pero siempre me tomaba por sorpresa. Una vez me preguntó a quema ropa cuánto ganaba. Otra, que los grabados que le donaban otros grabadores para su asociación, los regalaba o vendía. 

   En otra, lo visité en el taller donde daba clase en la academia de San Carlos, cuando irrumpió sin educación Ana Barbosa, una amiga de él que estaba escribiendo un libro sobre el grabado en México. Después de su entrada triunfal, me preguntó - ¿Y tú quién eres? - Cómo si fuera un mueble o un personaje indigno de su vista y de la presencia del maestro. El maestro no la disculpó, me presentó con ella y le pidió incluyera mi nombre en su libro. Ese libro, todavía sin publicarse, pasó por mis manos primero, pues fue mi primer arbitraje. 

     No le contesté al maestro cuando me pidió otro impreso de su retrato, fue la manera más amable de decirle que no. 

     Un año antes de su muerte, me llamó por teléfono para invitarme a un proyecto consistente en una serie de grabados alusivos al juego de baraja de la lotería. Le dije que no me interesaba. Se sorprendió un poco y me insistió añadiendo nombres de grabadores reconocidos que había invitado y le aceptaron sin chistar. Su asociación (AMPIG A. C.) era una manera de fomentar la producción gráfica, pero también tenía una cara económica, vendía grabados, carpetas, libretas y se daban cursos por gente invitada y con alumnos inscritos por módica cantidad. Recién lo conocí le compré una membresía en su asociación pero al no percibir prebenda alguna, la cancelé. El maestro me insistió en reanudarla, de tal manera que debía pagar la membresia, la credencial y además ir por ella hasta Coyoacán. Pues no. 

     Por ahí de 2013, le sugerí organizar su colección de estampas antiguas y catalogarla. No me contestó pero era una negativa. Paco Plancarte me dijo que le propuso lo mismo y también se lo negó. Coincidimos sobre el descuido de su colección y el mal trato que le tenía a grabados y placas de Posada, a los grabados de su padre, a los grabados de principios del siglo XX, y de muchas otras estampas antiguas y decimonónicas. Entre tantas visitas que le hice, vi que tenía todo apilado en cajas viejas, encimadas, polveadas y sin un trato manual correcto. Una lástima. 

     Una lección de lecciones del maestro fue que me enseñó cómo corregir los errores en placas de grabado en metal. Y su sencillez y su calidez, percibible en la manera en que hacía del taller de su casa un centro de comunión y tertulia. 

     Me enteré de su muerte por las redes sociales. Lo lamenté compartiendo la noticia con mis colegas de la facultad, quienes, a excepción de uno, no hicieron comentario alguno. La historia del grabado, cuyos orígenes corresponden al maestro Alejandro Alvarado Carreño, proviene de una línea directa, primero, la de su padre Carlos Alvarado Lang, y de ahí hacia la antigua Academia de San Carlos y todo lo que sabemos sobre el grabado en México y Europa.