miércoles, 9 de marzo de 2022

Anecdotario 1


SOBRE LA ANÉCDOTA. 

La anécdota nunca será, por más que la defiendan, sustituto de la historia. Tampoco lo será la crónica. No estamos hablando de posiciones jerárquicas, sino de sustancia y de permanencia. La etimología no ayuda mucho a establecer una definición precisa y tampoco a distinguirla de la crónica, el relato, el cuento e incluso la historia. Dice el diccionario: del griego anékdota, suceso curioso y poco conocido, relato breve, suceso circunstancial o irrelevante. 

 Lo que no dice el diccionario es que las anécdotas poseen una buena dosis de mitología, y en ello radica su inteligencia. Así que no se tomen estas anécdotas como determinantes soluciones, como si fueran dechadas  virtudes de comentarios banales de facebook o de twitter, pero tampoco se les desdeñe como si fueran mínimas explosiones emocionales para ratificar los fantasmas de mis egomanías. En los sucesos cotidianos se esconden los subterfugios del inconsciente y las verdades desbocadas de los instantes pasionales. El problema es la perspectiva, que se da con el tiempo y sobre todo, con madurez visionaria. Cuando no podemos empalmar los errores con las verdades, recurrimos a las justificaciones, y todos, sin excepción, somos maestros consumados del autoengaño. Sin la perspectiva de la historia personal no tendríamos qué contar, por eso la falta de memoria recurre por momentos a la fantasía o a la reconstrucción bien lograda, lograda al menos para una buena narrativa, como también hacen la crónica y la historia. Sobre la verdad en la anécdota, no debemos tampoco preocuparnos, no debemos ser jueces ni miembros de un jurado para permitirnos un criterio propio. La reconstrucción de los hechos genera de por sí una distancia entre la verdad y la falsedad. Las anécdotas, más que convencernos, pretenden sorprendernos y con ello, gestionar expectativas. 

     Siempre quise exhudar mis anécdotas pero de una manera ajena a la esperanza de que se lean. Ha sido más bien una necesidad personal universal, es decir, la necesidad que tenemos todos de depositar en los recuerdos un hilo de dos extremos, uno de transitoriedad y otro de permanencencia. Lo personal es impersonal cuando los sucesos se enmarcan en el suceso mismo, en la materia que hace de la naturaleza humana algo distinto a la lógica de la historia personal. Lo impersonal, presente en nuestras vidas, es lo que nos hace ser lo que somos y al mismo tiempo, lo que decidimos. No es contradicción, es más bien, la contraparte de la razón de ser de todo lo que vivimos, en donde no existe lógica ni argumento, sólo el tejido de los hechos. 


UN VIAJE CON AGUSTÍN MONSREAL. 

En el encuentro de becarios del Fonca de jóvenes creadores 1997 en Jalapa, Veracruz, partimos tutores, becarios y organizadores desde el Auditorio Nacional. Me tocó sentarme con Agustín Monsreal, escritor yucateco y tutor del área de cuento. Llegué primero al asiento así que me tocó ventanilla en el autobús. El maestro se sentó a un lado de mí. El trayecto se hizo en silencio en nuestros asientos hasta las afueras de la ciudad de México, en donde cobra ritmo el viaje en la carretera. Rompí el hielo. Me presenté y se presentó, nos dimos la mano. Después de intercambiar información sobre nuestras áreas artísticas le dije, abusando de la cercanía y del hielo roto, que los moldes artísticos se construyen sobre cimientos de inercia perceptiva, como sucede con las modas y el consumo. Agregué que incluso las identidades regionales o nacionalistas no se escapan del banalismo y las representaciones sobre estimadas. Se molesto mucho, me escudriñó y señaló mi playera diciendo -¡Cómo eso que tienes ahí!- Yo vestía unos jeans y una playera azul con un estampado de los Broncos de Denver, una ropa para mis 26 años casual y que simplemente correspondía con mi edad y con mi comodidad. Nunca me he comprado ropa estampada con la intención de identificarme con un equipo de fútbol, así que su comentario me sorprendió porque no entendí al inicio su molestia y no lograba conectar mi comentario con mi vestimenta. Viajamos en silencio un rato mientras procesaba en mi mente lo sucedido. De reojo vi que portaba un pantalón casimir y una guayabera blanca, epiteto de un formalismo provinciano. Caí en la cuenta que el maestro asumió mi comentario como personal y que interpretó mi juicio como dirigido a su forma de vestir. No me pareció pertinente disculparme pues mis comentarios nunca fueron para él y más bien, él se puso el saco. Intenté dos veces retomar el diálogo pero sus monosílabos y su mirada dirigida al frente mantuvieron la brecha. Cuando llegamos a Jalapa y el autobús se detuvo, el maestro brincó de su asiento, tomó su equipaje y salió rápidamente por el pasillo, como si le urgiera bajar del vehículo. Me dio una risa ligera, como esas que salen aderezadas de una seguridad somera y me dije en silencio -La distancia entre ser y no ser respecto de los demás no es la edad ni el ilusionismo que uno se hace de sí mismo, es una realidad que no vemos y es la que, por muy clara que sea, no tiene porqué corresponder con la realidad de los demás-. 


RETRATO DEL MAESTRO ALEJANDRO ALVARADO CARREÑO 

Conocí al maestro Alvarado (Alejandro Alvarado Carreño) en una exposición colectiva de jóvenes creadores generación 1997-1998, en galerías del Centro Nacional de las Artes en 1999. Creo que me lo presentó Ricardo Morales. El maestro Álvarado supo por terceros de mí y quiso conocerme porque sabía que hacía buril. Me invitó a visitar su casa-taller en Coyoacán. Meses después, mi esposa Maru y yo fuimos a visitarlo. Su taller era una nave anexa a su casa, en el corazón de Coyoacán y también era sede de la Asociación Mexicana de Grabadores. Nos recibió con calidez y con un tour a sus instalaciones. Me mostró algunos impresos antiguos y una caja con algunos buriles, misma que era parte de una mesa en donde apoyaba dos microscopios. Me mostró sus máquinas de impresión e hizo énfasis en un tórculo que afirmaba era de José Clemente Orozco. También me presumió una máquina timbradora, capaz de imprimir automáticamente grabados en metal de pequeño formato. Su archivo de estampas incluía grabados virreinales, europeos del período antiguo y de los siglos XIX y XX. También tenía planchas de cobre, acero, linoleo y madera. Desde un principio detecté un desorden y falta de cuidado y conservación de su colección. Tenía varios gatos deambulando libremente en su taller, trepando sobre las mesas, prensas, fieltros, papeles y estampas, de tal manera que había pelos por todos lados y un perfume permanente de orines de gato. Con esta visita se estableció un enlace que duró poco más de 20 años. 

     En 1999, por medio de mi hermano Javier, Concretos Apasco me comisionó la impresión de un grabado ejecutivo para fin de año, un presente artístico que Apasco regalaría a sus proveedores y amigos. Era el segundo proyecto con Apasco y yo no tenía tórculo. Recurrí al maestro Alvarado, quien me prestó su máquina timbradora para editar el tiraje. 

     En el año 2000, Regina Burillo, encargada de proyectos culturales en el Museo de San Carlos, me invitó a elaborar un grabado conmemorativo para la nueva sede de la Academia de Artes, que ahora sería trasladada al antiguo convento de la Merced. Recurrí para el tiraje con un amigo, Francisco Magallán, quien tenía un tórculo en su casa allá por Villa Coapa y que no tuvo intención de cobrarme ni quinto. La edición consistía en 400 impresos. Cuando mi esposa y yo terminamos el tiraje y por fin lo entregamos en el museo, nos dimos cuenta que faltaban 40 impresiones. Recurrí entonces al maestro Alvarado, no quería incomodar otra vez a Paco. El maestro me rentó su taller y terminamos el tiraje.

     En 2012, al maestro Alvarado se le ocurrió que le hiciera un retrato a buril. Postergué la realización de su propuesta hasta 2014, luego de varias insistencias del maestro. Me basé en unas fotografías que le tomé para mi tesis, en donde también aparece una entrevista que le hice. Cuando terminé el grabado, decidí llevárselo a su casa. Acordamos por teléfono vernos a las 9:30 de la mañana. Al llegar a su domicilio, toqué el timbre varias veces y no me abrió. A las quinientas apareció a lo lejos su hija, Ann, que venía a paso lento subiendo la calle. Me dijo que su padre estaba dentro y que no sabía nada de la cita. Me hizo esperar en la calle en lo que le avisaba a su padre. Minutos después salió el maestro. Sin pena por el olvido, me hizo pasar. Le entregué el grabado, mismo que yo había envuelto con un respaldo de cartón para su protección. Lo miró sin mucho interés y lo puso en el suelo recargado en uno de sus tórculos. En ese momento llegaron unas señoras (las hicieron pasar). El maestro acudió rápido y con pompa a recibirlas, dejándome a mi por un lado. Por la charla, parecía que las tipas eran unas autoridades o trabajadoras del Banco de México y que estaban en tratos con el maestro para que les curara una exposición de billetes. Después de un rato, como recordando que yo estaba ahí, me presentó con ellas pero siguió en lo suyo. Ante mi desesperación y poca tolerancia, me despedí rápido del maestro y me fui. El grabado se quedó en el piso. 

     El maestro dió un curso de buril en "la Parota" y me enteré de eso porque me habló por teléfono para decirme que al director de ese taller le regaló el retrato que le hice y que le diera otro, así no más, como si nada. Ya me había acostumbrado a algunas situaciones irreverentes, pero siempre me tomaba por sorpresa. Una vez me preguntó a quema ropa cuánto ganaba. Otra, que los grabados que le donaban otros grabadores para su asociación, los regalaba o vendía. 

   En otra, lo visité en el taller donde daba clase en la academia de San Carlos, cuando irrumpió sin educación Ana Barbosa, una amiga de él que estaba escribiendo un libro sobre el grabado en México. Después de su entrada triunfal, me preguntó - ¿Y tú quién eres? - Cómo si fuera un mueble o un personaje indigno de su vista y de la presencia del maestro. El maestro no la disculpó, me presentó con ella y le pidió incluyera mi nombre en su libro. Ese libro, todavía sin publicarse, pasó por mis manos primero, pues fue mi primer arbitraje. 

     No le contesté al maestro cuando me pidió otro impreso de su retrato, fue la manera más amable de decirle que no. 

     Un año antes de su muerte, me llamó por teléfono para invitarme a un proyecto consistente en una serie de grabados alusivos al juego de baraja de la lotería. Le dije que no me interesaba. Se sorprendió un poco y me insistió añadiendo nombres de grabadores reconocidos que había invitado y le aceptaron sin chistar. Su asociación (AMPIG A. C.) era una manera de fomentar la producción gráfica, pero también tenía una cara económica, vendía grabados, carpetas, libretas y se daban cursos por gente invitada y con alumnos inscritos por módica cantidad. Recién lo conocí le compré una membresía en su asociación pero al no percibir prebenda alguna, la cancelé. El maestro me insistió en reanudarla, de tal manera que debía pagar la membresia, la credencial y además ir por ella hasta Coyoacán. Pues no. 

     Por ahí de 2013, le sugerí organizar su colección de estampas antiguas y catalogarla. No me contestó pero era una negativa. Paco Plancarte me dijo que le propuso lo mismo y también se lo negó. Coincidimos sobre el descuido de su colección y el mal trato que le tenía a grabados y placas de Posada, a los grabados de su padre, a los grabados de principios del siglo XX, y de muchas otras estampas antiguas y decimonónicas. Entre tantas visitas que le hice, vi que tenía todo apilado en cajas viejas, encimadas, polveadas y sin un trato manual correcto. Una lástima. 

     Una lección de lecciones del maestro fue que me enseñó cómo corregir los errores en placas de grabado en metal. Y su sencillez y su calidez, percibible en la manera en que hacía del taller de su casa un centro de comunión y tertulia. 

     Me enteré de su muerte por las redes sociales. Lo lamenté compartiendo la noticia con mis colegas de la facultad, quienes, a excepción de uno, no hicieron comentario alguno. La historia del grabado, cuyos orígenes corresponden al maestro Alejandro Alvarado Carreño, proviene de una línea directa, primero, la de su padre Carlos Alvarado Lang, y de ahí hacia la antigua Academia de San Carlos y todo lo que sabemos sobre el grabado en México y Europa. 

 





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