EL DIABLO EN LA MESA.
Adolfo Castañón, Gabriel Figueroa, Mariana Yampolski, Luis López Loza, Arnaldo Coen, otros más y yo desayunamos en un restaurantillo en Jalapa, Veracruz. Un espacio con una mesa grande bajo un cobertizo que daba a un patio florido, enmarcado por un dintel de madera sostenido por dos columnas cilíndricas de piedra. Comida mexicana, muy sabrosa. En la recta final de la degustación y comienzo de la digestión aparece, como saliendo de las piernas de un escenario teatral, un vendedor de máscaras cargando un ensamble maderil —yelmo multicolor—, con diferentes facetas del gesto, la anatomia y la zoología: máscaras de lobos, perros, pericos y combinaciones antropozoomorfas. Inevitable evadir la mirada. No vemos las máscaras, ellas nos ven. Sin dudarlo quiero comprar una. Entre ojos saltones, fauces feroces y cuernos torcidos se asoma, como si al caso, la figura completa de un diablito. Es ligero —como es la madera de colorín—, pintado de café, con acentos blancos, cuernos de chivo y una piocha de piel de jabalí. Lo compro y lo pongo sobre la mesa. Como si les presentará un personaje incómodo y amenazante, todos llevan sus ojos al diablo y a mí varias veces. Gabriel me pregunta que por qué un diablo. No comprendo. Mi colección de máscaras incluye figuras de diablos con facciones humanas, serpientes, insectos y otras alimañas, como los retratos de Giuseppe Arcimboldo. Pero mi diablo no es el diablo de ellos, parece que la vision plástica y estética que yo veo se subyuga a la mayoría, que es la visión general del diablo: el mal en su máxima expresión. Mi diablo en la mesa se vuelve ahora testigo del café y el postre que degustamos. Interviene en la atención y el carácter, no parece una presencia vacía como la de la servilleta, el vaso, la taza o la cuchara, sino aquella que atrae la mirada con nerviosismo. El único que parece impasible es Arnaldo Coen, versado pintor, quien, con aparente indiferencia, da una mordida a un pan y seguido sorbe un trago de café mientras comenta sobre cualquier cosa. Los espacios coloridos y metafísicos de sus pinturas parecen ser suficientes para entender que el diablo es un personaje común en las máscaras, los alebrijes y calaveras de cartón. Los demás, por su parte, dudan si pedir más café o terminar con la charla para retirarse. Con falso pretexto cada uno se levanta dando el buen provecho y argumentando una tarea particular. El diablito y yo nos quedamos en la mesa solos, él con la mirada fija y yo con mi taza de café.
EL GOLD POWER GYM.
En el trayecto de mudanza a mi nuevo domicilio en el transporte público, llamó mi atención un rótulo enorme en un edificio imponente de dos niveles sobre la super avenida Lomas Verdes.
Las ganas de continuar levantando fierros me motivaron a inscribirme en el Gold Power Gym de Lomas Verdes en 1993. Decidido, agarré a mi sobrino Rodrigo y le dije —Acompáñame a ver un gimnasio—. Tomamos un pesero y llegamos en diez minutos. Era medio día, así que casi no había gente. Después de pedir informes en recepción, accedí al gimnasio para ver las instalaciones. Nada que ver con el anterior en que estuve, un gimnasio chiquito, copioso de gente y un poco lejos: se encontraba en el tercer piso de un edificio sobre Avenida Misterios, en la colonia Vallejo, a donde ya había entrenado como un año. Vivía entonces en la colonia Industrial.
Traspasando la entrada al gym, estaba sentado como si al caso el entrenador sobre una máquina para hacer bíceps femoral, como si estuviera esperándonos. Era un tipo moreno, de unos treinta y tres años, con una ropa talla XXXL de algodón, en donde cabía lo que parecía ser un bulto enorme de músculos. Entramos y nos dirigimos a él de inmediato. Me presenté y le pregunté si él era el entrenador y si se necesitaba algo en particular además de pagar la inscripción y las mensualidades. Asintió con la cabeza y me preguntó con curiosidad si Rodrigo era mi hijo (Rodrigo tenía 10 años). Le dije que no, que era mi sobrino. Me dijo que se llamaba Alberto Martínez y que no se necesitaba nada más que me presentara con ropa cómoda para el ejercicio, un cinturón, agua para beber y compromiso. Después me enteré que mi entrenador era míster México y que acababa de ganar su título ese mismo año. Confirmé después que el bulto tras la ropa era una mole de músculos.
Al día siguiente me presenté a mi primer día de ejercicios. Pagué mi inscripción. Alberto Martínez no estaba, así que elaboré mi propia rutina, aplicando los principios que ya sabía y reconociendo por vez primera el espacio del gimnasio y las máquinas que tenía. A partir de ese día trabajé mi cuerpo ininterrumpidamente durante cuatro años en ese gimnasio, descansando solamente los domingos que no abría el negocio. La rutina era variable pero en lo general era entre media hora y una hora de escaladora y tres horas para los grupos musculares de cada día. Lo consistente de mi disciplina me llevó a transformar mi cuerpo rápidamente, cosa que complementaba el ejercicio con la dieta. Comía copiosamente 6 veces al día y tomaba suplementos como proteína, aminoácidos y levadura de cerveza para acrecentar el volumen muscular. De 74 kilos pasé a 78 en poco tiempo. En algunos ejercicios logré superar mis espectativas y las de los demás, quienes se sorprendían de mi dedicación. En la prensa de pierna llegué a levantar dos repeticiones de media tonelada. Para los músculos de las pantorrillas había una máquina vertical que se levantaba colocando dos ejes sobre los hombros, el peso se ajustaba con una barrita de metal y su máximo era de doscientos kilos. El movimiento implicaba levantar el cuerpo con los pies. El peso total de la máquina ya no era suficiente para mi fuerza, así que debí compensarlo con más repeticiones y con otros aparatos. Los ejercicios de pecho y espalda nunca fueron mi fuerte pero curiosamente eran los grupos musculares más grandes que tenía, así que era, además de una cuestión de fuerza, cosa genética.
Después de un año subí 8 kilos y reduje considerablemente la lonja. Alberto Martínez se me quedó viendo una vez mientras llegaba al gimnasio y saludaba a unos amigos. Cuando acabé la socialité y me prepare para comenzar, me llamó —¡Héctor, ven!, has progresado mucho— ¿De veras? Le contesté —Es que eres muy constante—Me dijo. Me ofreció, además de su asesoría regular, ser mi entrenador personal, lo cual implicaba pagarle un dinero extra y entrarle a los anabólicos. Ya desde antes varios compañeros me habían dicho que porqué no competía y que si me sometía a un plan profesional (fármacológico), podía llegar a donde quisiera. En ese entonces vivía en casa de mi hermano mayor y lo que ganaba en la universidad como profesor me alcanzaba justo para mi trasporte, materiales, comidas y el pago del gimnasio. Le dige a Alberto Martínez que no tenía dinero. Él hizo un gesto ligero de desilusión y siguió con lo que estaba haciendo. Agradecí no poder con la propuesta pues ya sabía de antemano los riesgos para la salud y la vida.
Seguí con mi entrenamiento tres años más en ese gimnasio. Los más placenteros para el desarrollo y capacidad de mi cuerpo y lo ameno del trato con los amigos que ahí hice.
Cuando decidí mudarme a un departamento para vivir solo, tenía 26 años. Tuve que dejar el Gold Power, pero seguí entrenando un año más en el gimnasio "Alvi", un espacio sobre la avenida Politécnico, en la colonia Lindavista, adonde me fui a vivir. Ahí explotó el máximo de mis capacidades físicas, subí a 90 kilos de puro músculo y mi fuerza llegó al límite. Pero el tiempo en el Gold Power Gym no tenía comparación, había una calidez insustituible. Hice muchos amigos. La interacción social era inevitable. Como no tenía coche, algunos de ellos me daban un ride a mi casa, así que compartíamos anécdotas y detalles divertidos. Uno de ellos tenía el cofre de su coche con una gran mancha que hacía parecer que lo habían pintado de otro color en esa zona. Resulta que tuvo un accidente en donde no pudo maniobrar y terminó atropellando un carrito de tamales. Con el golpe el bote del atole y los tamales se derramaron en el cofre y lo caliente transformó el color de la pintura. El tamalero salió ileso. Un drama en su rostro al contarme su anécdota, pero un ataque de risa incontenible que no me paró en varios minutos, cosa que terminó contagiándolo y terminamos los dos riendo a coro. En otra ocasión me confesó que una chica del gym le movía el tapete. Se desvivió describiendo todas sus virtudes físicas, toda una Afrodita para él. La muchacha era muy alta para el promedio, media como 1:80, delgada, de hombros caídos, piernas muy largas y una ligera corva en la zona cervical del cuello, lo que hacía parecer que apuntaba su rostro al frente. Nada especial, lo especial en ella no era virtud, pues era muy pedante. Trabajaba en una papelería cruzando la avenida donde estaba el gimnasio atendiendo el mostrador y sacando fotocopias, así que su altanería no tenía justificación. Varios compañeros y yo le hicimos saber que era una mujer que no le convenía simplemente por el carácter, pero a él no le importaba, estaba embelezado. Hizo varios intentos pero nunca tuvo éxito.
Antes de entrar al primer gimnasio, desde que tenía 15, hacia ejercicio en la casa. Me encerraba en el baño y levantaba unas cubetas llenas de agua, y hacia sentadillas y lagartijas en la sala cuando no había nadie. Luego me inscribí en un gimnasio de kung fu, y aprovechaba antes del entrenamiento para levantar unas mancuernas ligeras que tenían allí y usaba una máquina de sentadillas. Las piernas se me desarrollaron muy rápido y así descubrí que mejor quería hacer pesas. Además, con el kung fu se me maltraron mucho los pies, había que estar descalzo sobre la duela de madera, hacer flexiones y dar patadas full contact con los pies descalzos.
En 1998 dejé los fierros de golpe y porrazo porque la realidad económica y los compromisos me rebasaron. Pero esa es otra historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario