miércoles, 24 de noviembre de 2021

EL HOMBRE POLICÉFALO


Había una vez un hombre común y corriente que tenía muchas vidas, no porque viviera mucho o porque resucitara cada vez que se moría, sino porque tenía muchas cabezas en su alacena, mismas que se intercambiaba cada vez que quería. Había descubierto una fórmula infalible para que su tejido se regenerara y cicatrizara ipso facto cada vez que se quitaba y ponía otra cabeza. Su colección de cabezas era múltiple en personajes; tenía cabezas de hombres, mujeres, viejos, jóvenes, guapos, feos, rubios, morenos, pelirojos y por supuesto, su propia cabeza. Lo único que tenía que hacer era quitarse su cabeza con ambas manos jalándola hacia arriba y ponerse otra presionándola contra sus hombros. Su secreto le permitía mantener las cabezas en perfecto estado y que su salud física nunca se deteriorara por la incompatibilidad de tejidos. Las células de su cuerpo se fusionaba con las de las cabezas, permitiendo que los vasos sanguíneos, nervios, huesos y tejido muscular se hicieran uno con las cabezas en cada intercambio.

     Cada vez que se ponía otra cabeza, podía ser otra persona, lo cual le daba oportunidad de hacer todo tipo de tratos, relaciones y jugarretas con la gente, que no podría hacer siendo él mismo. Digamos que usaba su truco para esconder su propia identidad y así interactuar con el prójimo. Le pasaba más o menos como a los actores, que deben interpretar un personaje, con la diferencia de que no debía maquillarse, usar una máscara, peluca, ni un disfraz convincente. Su personaje era de carne y hueso y sus efectos especiales eran reales. Con cada cabeza adquiría las dotes que tiene cada persona a través de su cabeza: la voz, gestos faciales, y todo lo que se hace o expresa con la cabeza, como comer, estornudar, toser, llorar, escuchar, ver, sentir, etc. 

     La pregunta importante no es cómo le hacia con su vida personal real, sino cómo hacia para sostener un nivel anímico con tantas personalidades, para manejar el tiempo y para justificar a la gente quién era. 

La respuesta principal es que vivía sólo, eso le daba un margen de operación, y que nadie supiera su secreto, claro. 

     De su repertorio de cabezas tenía tres favoritas, una era de un viejo con cara de mapa, un rostro lineal en todo el sentido de la palabra. Le gustaba porque su voz era similar a la de un locutor, grave, de volumen firme, sensual y sin estribillo, lo que le daba al rostro un aire de seguridad y sapiencia, un rostro erudito. La otra era de una señora que lindaba los 40, de pelo quebrado, nariz recta y fina, con una somera división en la punta, de tez blanquísima, como la de una mujer renacentista pintada por Holbein, una mujer malhumorada a más no poder, pero deseosa todo el tiempo de compañía. La tercera era la cabeza de un afeminado. Un rostro mordaz y sexy enmarcado en una cabellera espesa y negra, de unos treinta años, de mirada penetrante, labios abultados y mentón saliente, con voz chillona y quejosa a la vez. Con esta cabeza se hacía pasar muy bien por un defensor del lenguaje inclusivo y los derechos humanos. 

     Tenía en su closet un abanico de ropajes. Todos de la misma talla, pero algunos con adaptaciones para verse más gordo, más magro o más musculado. No eran disfraces, eran ropas comunes que combinaba con la personalidad de cada cabeza. Su espejo hacía las veces de confidente y de juez de pasarela. 

     Gracias a sus metamorfosis, podía detener parcialmente el tiempo, pues la vejez resultante del deterioro de la carne no intervenía en su cuerpo cuando portaba otra cabeza. Además del tiempo, su conciencia de ser se había transformado. Sus dotes de actor policéfalo le dieron la oportunidad de "ser" muchas veces sin el deterioro emocional de ser él mismo, de tal manera que, al no tomarse en serio en cada personaje, podía verse a sí mismo a distancia, sin inmiscuir sus verdaderos sentimientos y emociones. Su cabeza original había pasado a ser uno más de sus disfraces. 

     Con la interacción cotidiana y con los cambios frecuentes de cabezas, terminó por confundir una con otra, así que por momentos trataba con la gente con una cabeza como si fuera otra, al punto de perder objetividad para los demás y para sí mismo. Cuando la falta de objetividad que le daba la identidad comenzó a ser más frecuente, terminó por darse cuenta que no era "ser" uno u otro en cada cabeza, sino no "ser" nadie y al mismo tiempo "ser" todo en sí mismo. Entonces dejó ser quien era, o más bien, quiénes era. 

     No se trataba de insensibilizacion porque para la presencia del ser se acepta su contraparte: lo sensible, en donde caben todo tipo de susceptibilidades. Era más bien desapego. El "ser" es primero por la presencia física y la conciencia, y luego por la afectación exterior, que incide en las acciones y en las ideas. La mente aquí participa muy poco y la planicie del ser desapegado nada tiene que ver con las identidades. El hombre policéfalo adoptó entonces una actitud desprendida. La máscara de sus identidades ya no le era útil para su satisfacción, sino para un propósito impersonal. Dejó de importarle el placer de sentirse y de hacer sentir a los demás alguien que no era, y dio paso a la acción libre de intereses, en donde sus sentimientos ya no tenían sentido. Sus acciones entonces se convirtieron en propósitos solubles pero firmes. La relación con la gente que trataba se convirtió en un reto y las importancias en desprendimiento. 

     Un amigo mío, budista por vocación, hubiera jurado que llegó al Nirvana. Otro, profesor de filosofía, hubiera sugerido que se convirtió en estoico, aunque lo racional en este caso no tuviera mucho que ver. La realidad del hombre policéfalo no fue ni lo uno ni lo otro. Se convirtió en lo que somos todos los seres humanos, un yo infinito que no se reconoce en sí mismo, sino en todos los demás. 

domingo, 21 de noviembre de 2021

EL DISEÑO NIÑO

 El diseño niño


Una jerarquía es (en las actividades que realiza el hombre), la prioridad, importancia, valor, predominancia o dominio de unas por sobre otras. El orden divino al que se refiere su etimología, el hieros, que en la antigüedad implicó como sustanciales a las corporaciones religiosas, militares y de gobierno, ha mantenido en esencia el mismo esquema. Las actividades sociales que constituyen la vida cotidiana, que hoy llamamos trabajo, han poseído en sí mismas una estratificacion acorde al comercio y a su implicación cultural.  Las comunidades hicieron del trabajo, mediante su repetición y su  evolución, la constitución de tecnologías, de formas de hacer y pensar propias e inherentes al ser humano. 

     Las disciplinas y los oficios poseen estratos, propios de acuerdos colectivos y en ciertos casos, de comicios legislativos. Las jerarquías son, por otro lado, resultado de identidades y de la sangre que las hace ser lo que son mediante el trabajo, desempeño y capacidad de cada uno de sus integrantes. Las jerarquías entre disciplinas han existido siempre, se han transformado y se han hecho a sí mismas de acuerdo a las voluntades que la función social, la economía, la religión y la estética han determinado. La naturaleza del orden y las imposiciones, producto de competencias, autoridades, presupuestos, políticas y guerras, han influenciado sus escalafones. 

     En la Edad Media, la relación de las funciones entre las labores de gobierno, guerra, impuestos, estatus, dominio y religión, determinó en los oficios manuales, una posición inferior respecto de sus contrapartes seglares. La sustancia que acentuó su estrato dependió de la idea del oficio como actividad familiar, en donde la herencia coincidía con la transmisión del trabajo y su posición social. El hijo del rey sería rey. El hijo del herrero sería herrero. 

     El diseño se parece mucho a la psicología, una disciplina joven, que se consolida como tal a principios del siglo XX, con antecedentes directos del siglo XIX y focos históricos de otras épocas.

     Como la psicología, una disciplina recelosa, que defiende su posición como disciplina pero que parte de otras y se sirve de ellas para reafirmar su función y su identidad, su mito. La psicología nace de la medicina, la filosofía, la antropología, la etología y la etnología. El diseño es hijo directo de las artes plásticas, el mercado, los medios de comunicación y la estética. Como toda disciplina inmadura, como niña caprichosa, rebelde y berrinchuda, transita entre contradicciones, ocurrencias y conjeturas. Desconoce a su madre (las artes plásticas) e idolatra a su padre (el mercado y los medios). Se autovalida como disciplina creativa, pero no reconoce sus dolencias estéticas y sobre todo, formales. Se preocupa de su papel frente a una realidad social, pero no justifica su irresponsabilidad ¿se da cuenta de sus incapacidades y las justifica con eso?. Se atiene a la pauta tecnológica, y al mismo tiempo contradice su paridad plástica. Se apropia de proyectos que ella misma define como diseño. No sabe cómo definir su nombre, más allá de la Bauhaus y su tinglado vanguardista, propio de personajes, obras y períodos "clave" del siglo XX. Por ratos, sin sentido pero con loca ambición, se emparenta con la mercadotecnia, los negocios, el lenguaje anglicista y con un tipo de pensamiento propio del hombre de oficina y del mercachifle. 

     Como la psicología, intenta nutrir sus ajuares con la ciencia, con el método y con la terminología ajena. Aunque en su sangre corren venas de pintura, grabado, dibujo, arquitectura, escultura y pensamiento estético, su visión no va más allá de su función, una función que no explica ni mucho menos argumenta su pluralidad productiva. Una función que es un intento más, de distinguirse de las Artes (cuando le conviene), de anteponer el valor económico y el estatus. Una función innecesaria en sí, pero útil para justificar todas las demás faltantes. Una función que pretende ser propósito, pero que disfraza los valores éticos con un espíritu práctico. Una función muy útil para adoctrinar a los estudiantes y convencerlos de que su valor no es histórico, ni técnico, ni artístico, sino jerárquico e identitario. 

     Como la psicología, se le añaden formas simples de sí misma que terminan por reconocerse como propias. De la psicología se han colgado charlatanes, como le pasa también al diseño, en donde el ejercicio intelectual es mínimo, pero el espectáculo es fastuoso. Del diseño se cuelgan todo tipo de formas visuales propias del mercado, en donde la moda y la publicidad, en vez de examinarse en sus vertientes reflexivas o banales, se miran como sublimes y esenciales. Su trascendencia, además de "lo social" y de su pretendida función, es a sus ojos, una aspiración pequeña, como la que todo niño tiene: soñadora, inmediata, romántica, atrabancada y falta de nutrimentos. 

     Jean Piaget propició parámetros fundamentales sobre el desarrollo cognitivo infantil, en donde establece como determinante a la lógica, pues de ésta depende la construcción racional del pensamiento. La capacidad del niño de concebir y abstraer el mundo corresponde - según Piaget-, con etapas concretas pero, ¿como y en qué momento de estas etapas se consolida el pensamiento lógico? y sobre todo, si con "el niño" nos referimos a un conjunto de personas de determinada edad y esta edad es un reflejo de su capacidad cognitiva ¿cómo se gesta la actitud comunitaria, que es también consecuencia de la cognición y de la abstracción? Si debemos asumir que las actitudes son correspondientes con grupos de edades, lo debe ser también con grupos sociales, pues lo que hace de la percepción un molde, es correspondiente o consecuencia de actitudes universales, es decir, de ambientes comunales. Así que, aludiendo a Piaget, y pese a la propuesta sobre las edades y la construcción del pensamiento, hay adultos niños, como hay grupos sociales niños, es decir, que sus actitudes, lejos de ser resultado de procesos cognitivos, son infantiles en razón de su incapacidad de procesamiento intelectual y por supuesto, en razón también de su comparación con los adultos, que son otros grupos sociales. El diseño mezcla sin discriminación la realidad real y la realidad inventada, como la que crean los niños cuando juegan. 

     El diseño niño, niño por su edad y niño por su alcance intelectual, es reflejo desde luego, como disciplina, de un estado de evolución temprana que sólo el tiempo, la responsabilidad y las circunstancias, harán prolongar su niñez o lo harán crecer para trascenderse a sí mismo, para madurar.

    El diseño es por momentos adolescente también, rebelde porque sí, naturaleza de convicciones a la deriva. Si hay algo de adultez en el diseño, es en brotes aislados, en personajes y obras emblemáticas, o en sus antecesores, que no se sentían ni se llamaban a sí mismos diseñadores. 

     La niñez y la madurez de las disciplinas es propia de su momento histórico, de la civilización a la que pertenecen, de su capacidad cognitiva, de su ambiente perceptivo, que se construye y construye a la vez, de su ambición intelectual, y sobre todo, del tipo se responsabilidad que asumen sus miembros. 

     ¿Una solución ante esta situación? Podríamos comenzar por establecer diferencias entre hacer diseño, ser diseñador, sentirse diseñador, pertenecer a una comunidad de diseño o mantenerse al margen de las identidades. Ser y no ser diseñador va más allá de sentirse diseñador. Y a ver, profesores de diseño ¿con qué argumento les contagian a los alumnos esa aversión por las artes plásticas? ¿Con la función del diseño? Les tengo una noticia: las artes plásticas o visuales también tienen funciones, unas se parecen a las del diseño y otras son las mismas que en diseño ¿ya se les olvidaron sus antecedentes? ¿O solamente los citan para justificar la juventud de la disciplina y así extender los tiempos? ¡A madurar jóvenes! ¿Se toma como personal, molesta? Otro síntoma de inmadurez: las susceptibilidades antepuestas al ejercicio intelectual.