jueves, 18 de enero de 2024

La mesa de los locos


Como Fiona, de día son unos y de noche son otros (alusión al personaje de Shrek) 


Nos instalamos en el hotel "Las Embajadoras" al suroeste de la Ciudad de Guanajuato. Bajamos de la camioneta, una Ichi van blanca, donde cupimos todos en el viaje.

     Nos repartimos las habitaciones, descargamos las maletas y seguimos a nuestro guía, mentor y maestro.      

     Atravesamos la ciudad hasta llegar al centro, donde nos recibió Jorge Labarthé Ríos, responsable cultural. Estaríamos una semana, que era lo que duraba el curso, mismo que daría el maestro con nuestra ayuda en el Museo del Pueblo.

     Después del compromiso, quedaba un pedazo de sol. Entonces íbamos a pintar paisaje a los cerros. Cayendo la tarde regresábamos al hotel y aunque ya era hora de descansar, los hombres se inquietaban por ir a tomar, excepto el maestro, que se iba derechito a dormitar. 

     Un compromiso extraño que coincidía con la noche y que, como le pasa al hombre lobo con la luna, convertía a mis compañeros en animales. Ya no eran los apacibles y atentos ayudantes o pintores de cerros, sino unos locos que como con Alicia, irrumpían con improperios, atrevimientos y sin sentidos, todo eso enjuagado con alcohol, música fuerte y luces muy bajas, casi en penumbras. 

    Uno de ellos en particular, a quien invité al viaje, arremetió conmigo con la clásica frase del macho bebedor: —¿Qué no vas a tomar? ¡Andale hombre! ¿O qué, no eres hombre? ¡Tómate una aunque sea! —. El más decente conmigo no me insistía nunca y sin embargo era el mayor y el más mal hablado a la vez. Los aguantaba un rato y esperando una oportunidad me levanté y dí las buenas noches para regresarme al hotel —¿Ya vas a empezar? —Dijo mi invitado especial, ya borracho. —¿Cómo voy a entrar si estas dormido? —Me dijo gritando en medio de un sonsonete musical y con una autoridad que ni mi madre asumía para el regaño. A regañadientes me dio la llave del cuarto que compartíamos. 

     Al día siguiente despertaban como resucitando de una batalla campal, con mal aliento, breves quejidos y torpeza motriz al caminar. Nos preparábamos para ir a desayunar y luego, como si no hubiera pasado nada, otra vez atentos y diligentes con el maestro y bromistas con los demás. El maestro se safaba de la responsabilidad, sabía de las trapacerias nocturnas de sus ayudantes pero no los regañaba ni los criticaba. De alguna manera era cómplice también. Al año siguiente, en otro viaje, lo mismo. Las noches de locuras entre gritos, risotadas por cualquier tontería y ruido musical.    

  Esto se volvió una constante que agarraba ritmo en cualquier lugar al que iba con gente a trabajar, ya fuera en Guanajuato, en Oaxaca, en Aguascalientes, en Michoacán o en el Estado de México, sin falla, con hombres pero con mujeres también. Una de ellas me dijo en Aguascalientes que cómo desdeñar siglos de historia, mitología y tradición de un elemento ancestral, que eso era cultura, refiriéndose al alcohol, más bien, a tener que tomar alcohol. Otra loca me dijo en Oaxaca que el mezcal era sagrado, que tenía una marca propia de mezcal y que en el nombre de Carlos Castaneda su marca respetaba los ritos indígenas de mazatecos y mixtecos. En Juchitán también, al llegar después de un viaje criminal de 10 horas en autobús, muertos de hambre y de sed, lo primero que nos ofrecieron fue alcohol, no comida ni agua. Y un grupo de estudiantes, después de unas clases que les impartí, esperaban la caída del sol para arrinconarse en una tiendita pueblerina a la orilla del centro cultural para emborracharse con cervezas.

      La cordura, la razón, el buen juicio, el respeto y la responsabilidad nunca fueron la intención ni el ser del Sombrerero loco, la Liebre y el Lirón. Pero entre frases tontas pero rítmicas, complejas pero obtusas, chistosas pero atrevidas, grotescas y groseras, los locos desbocan un dejo de ingenio y sensatez, a lo que Alicia desbanca su incomodidad a la vez que su reclamo: —No sabía que la mesa era suya—. 

     Mis colegas bebedores no discurren sus frases y sus actos entre concordancias rítmicas, ni con adivinanzas, ni juegos de retórica genial, ni mucho menos entre tazas de té al aire libre en una mañana solaz, no. Empapan su doble ser con alcohol, una justificada relación entre lo que son y lo que no son, o en otras palabras, como dicen el Sombrerero, la Liebre y el Lirón referente a pensar lo que decimos: —que sería lo mismo decir [veo lo que cómo] que [como lo que veo]; que [me gusta lo que tengo] que [tengo lo que me gusta] y que [respiro cuando duermo] que [duermo cuando respiro]—.

     Aquí ¿sería lo mismo decir [me embebo cuando bebo] o [bebo y entonces me embebo] ? La embebez no es por el alcohol, es por la incapacidad de interiorización, de unificación y concordancia del ser. Aquí tendríamos que hablar del espejo de Alicia, pero esa es otra historia.