sábado, 23 de diciembre de 2023

El viajero redimido

 


Llegué a cualquier hora, no sé si tarde o temprano.

Traspuse el portal, y las miradas, como esperando, como atentas a un suceso memorable

       se insertan sobre cualquier visitante que llega. Soy visitante. 

Sin titubeos, el líder abrió su trinchera y me invitó a la mesa (no es una formalidad suscrita, es un impulso primitivo). 

El espacio es una sala pequeña y apretada con una gran ventana, que se baña de resolana matutina

           y de fuego crepuscular por la tarde.

Un umbral ignorado que invita a breves periplos.

Los guardias del lugar me integran sin mesura, sin análisis previo a sus letras, sin un enjuague anticipado a sus cercos de angustias. Se desnudan y se tapan con cobijas de miedo. 

Agradezco y no agradezco. Me desboco y me retraigo.

               No es mi espacio y es mi espacio a un tiempo. Mis letras salen pulidas y    

                              jabonosas de mis labios. 

Predigo cambios. Las flechas de sus miradas mantienen su firmeza. 

Hundo el pie en el clutch y piso el acelerador, apresuro los cambios pero

                       mantengo las predicciones. 

Un guardia se levanta y se va so pretexto de ocupación. Otro más disimula atender el teléfono. El líder clava su mirada en otro visitante 

              y se levanta para tender su mano.

El cuarto guardián se queda, no sin antes participar en lo común conmigo, en hacer un trato teórico-verbal ¿Es una farsa? ¿Es un saineté o es un interludio previo a la definición? 

Llegan más visitantes. No traspasan el portal porque los guardias

                          están afuera, evitándome (el cuarto guardia salió en cuanto agujoneé su orgullo). 

Me quedé sólo en la sala. Frustrado al inicio por la carencia de formalidad, pero luego contento por un rayo sesgado de luz solar en mi ojo izquierdo

                                 ¡Me dí cuenta, es tarde! 

Salí por la ventana por un instante y regresé con júbilo y sereno, satisfecho de un deseo que no es deseo. Solaz.


lunes, 28 de agosto de 2023

Mario Rangel Sánchez (1938 -?)

Mario Rangel Sánchez fue maestro de dibujo en la Esmeralda, pintor figurativo y muy allegado a la galería Estela Shapiro, en donde exponía con regularidad y lograba vender algunas piezas. En 1990 daba clase de dibujo por las tardes para el primer año en la ENPEG (Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado) en un salón amplio, iluminado por el lado norte en el día y que tenía además, un control de luz artificial con intensidad modulada. Desde un área de la administración de la escuela ponían música clásica para amenizar las clases y el maestro podía también subir o bajar el volumen o de plano silenciarlo. El maestro Rangel prefería el tono bajo, a menos que diera una exposición verbal a sus alumnos, generalmente introductoria, entonces apagaba la música. Su clase era sobremanera rigurosa, con modelos geométricos de madera que había que copiar con detalle y precisión: conos, esferas, cubos, cilindros y cuerpos truncados. Todavía conservo los dibujos de aquellas sesiones, en donde se aprecian la indicaciones del maestro y el cuidado para que el alumno resolviera el encuadre, la proporción y el claroscuro de tales modelos. Él no pensaba que hiciéramos figura humana sino hasta lograr resolver los dibujos con figuras inanimadas.

     Su pintura era muy exacta en la técnica, de temas fantásticos y metafísicos, un tanto más cursi que la de Remedios Varo pero menos narrativa y más riesgosa. Retrataba insectos y otros animales con figuras humanas parecidas a duendes, con decorados y texturas de filigrana. Composiciones simples pero antojadizas y equilibradas, con pinceladas nada abiertas ni grotescas, más bien sutiles y chiquitas, como milimétricos mosaicos superpuestos. Una ocasión nos invitó a la inauguración de una de sus exposiciones en la Estela Shapiro. Fuimos sus pupilos con mucho ánimo y ganas de complementar lo aprendido en clase con el ejemplo del maestro. Nos impresionamos, no sabíamos hasta entonces que su rigor y personalidad tuvieran algo más que ver que no fuera con su clase.

     Promulgaba seguido la idea de la disciplina a través de la representación figurativa y castigaba fuertemente el arte abstracto. Tenía incluso una pintura que juzgaba esto en donde un mono pintaba un cuadro con manchas de colores. Obra que vimos en la exposición. 

     Al terminar una de tantas clases coincidimos en la salida del edificio, entonces ubicada en la calle de San Fernando, a una cuadra del metro Hidalgo. Me preguntó si subiría al metro y le dije que sí. Ya dentro me preguntó hacía dónde me dirigía. Le dije que a Potrero, en la colonia Industrial. Con una leve sonrisa dijo que él también —¿A qué calle vas?—Me preguntó —A Fundidora de Monterrey, al 115— Le dije. Volvió a sonreir, ahora con mayor soltura —Yo voy a Tolteca, a tres cuadras de tu casa— Dijo. Saliendo del metro Potrero caminamos a su ritmo sobre Ing. Claudio Castro y luego sobre Excélsior. En el camino me pidió detalles de mi familia y luego me dijo que se había enamorado de la chica bonita de la cuadra y luego se casaron. Nos despedimos en Fundidora de Monterrey, donde yo caminé hacia mi casa y él se siguió hasta la pastelería Paty, en donde seguramente giró a la izquierda en Tolteca para llegar a la suya.

     A la par de mis estudios en la Esmeralda tomaba clases en la Enap Xochimilco. Después de un semestre decidí que debía quedarme en un solo sitio pues las tareas y el traslado a las dos era brutal. Le mostré al maestro mis ejercicios de pintura con Luis Nishizawa. No pudo ocultar un gesto de sorpresa pero casi inmediatamente hizo mofa de los temas. Eran pinturas al temple de frutas y verduras —Qué, ¿vas al súper a hacer la compra de tus modelos o van a retratar el mercado?— Dijo en tono burlón. Parecía más que burla una identificación, pues ya sabía que él había sido también pupilo de Nishizawa. 

     Cuando le dije que dejaría la Esmeralda para quedarme en la Enap peló los ojos, frunció ligeramente los labios y me deseó suerte. Difícilmente exponía sus verdaderos sentimientos. Aplicaba el principio de su clase de hacer a un lado las emociones para enfocarse en exigir a sus alumnos que mantuvieran un nivel de objetividad en el aprendizaje. Lo entendí perfectamente.

     Años después le pregunté a Uco Cuenca si sabía del maestro. Me dijo que no sabía nada de él desde hacia tiempo pero que había escuchado que falleció.

     Uno de tantos profesores de dibujo que tuve pero sin duda esencial. Cuando tienes 18 años y el maestro muestra y demuestra cómo debe ser el dibujo para que aprendas y luego decidas cómo hacer, con exigencia en el ojo y en la mano, no puede haber mejor herencia y transmisión. El mono que pinta manchas no es el que juzga al arte abstracto, es el que carece de un principio esencial en el arte, que es la total y absoluta libertad y disposion para hacer y pensar sólo si se tiene pleno control. Eso es saber dibujar.