RICARDO MORALES LÓPEZ
Maestro e investigador
Ricardo Morales López (1963-2020),
era un personaje serio a la distancia; alegre y jocoso de cerca. Me di cuenta
de su cultura de manera instantánea. Cuando lo conocí como profesor de grabado
en casa del Lago en 1986. Con sus escasos 23 años de edad, ya demostraba dotes
de profesor, exigente y disciplinado, puntual y de rápido caminar. Su pequeña
estatura se compensaba con su gran determinación verbal que, sin ser
autoritaria, se imponía con la razón y la elocuencia, con sus conocimientos
sobre arte y su frase que demandaba siempre de los demás una actualización
inmediata: —¿A poco no sabes esto?, ¿no me digas…?— Lo jocoso se dejaba
entrever al principio en sus comentarios ocurrentes, como solía ser cuando
ganaba confianza y buscaba una satisfacción paralela al trabajo a través de la
risa. Ya con la confianza, la risa fluía.
El taller de grabado en relieve de Casa
del lago era la enjunta de las escaleras posteriores del edificio, espacio muy
apretado, más largo que ancho. Con una vista al lago de Chapultepec que se
nutría con el bullicio sabadero de los paseantes, con el ruido de patos y
zanates, y un teatrino que se ponía justo afuera del taller, que anunciaba con
mitote de bocina al “Señor Guiñol”. Tenía dos tórculos pequeños y unas mesas
para el dibujo, para la talla de las placas, el entintado y la impresión. Unos
tendederos de alambre corrían a lo largo del taller para colgar las impresiones
para el secado. Tenía de todo: papel, tintas, espátulas, solventes, estopa y un
pequeño archivo que contenía las impresiones de los alumnos. Había también una
prensa plana de tornillo en donde me enseñó a imprimir antes de usar los
tórculos.
Cuando llegué por vez primera al taller
estaba a cargo de Marco Antonio Albarrán, a las dos semanas avisó que lo iba a
dejar y que estaría a cargo de uno de sus alumnos, de Ricardo, que era, dijo,
mejor que él.
Mis tres años de paso por el taller, más
la afinidad artística y cultural nos acercó como amigos. Gracias a él tuve una
visión más cercana de lo que era la ENAP Xochimilco (Escuela Nacional de Artes
Plásticas), donde estudió Artes Visuales y donde terminé estudiando yo también.
Cuando acabé mis estudios de bachillerato
me lo topé otra vez, ahora en la Esmeralda, a donde ingresé en 1990 al mismo
tiempo que a la ENAP. La Esmeralda estaba todavía a cuadra y media del metro
Hidalgo, en San Fernando. Ahí, Ricardo daba clases de litografía. Saliendo de
mi clase de dibujo o de escultura lo pasaba a visitar al taller de Leo Acosta a
las 8 de la noche; entonces de vez en vez nos íbamos juntos, él para su casa en
Tlatelolco y yo para la colonia Industrial. Dejamos de frecuentarnos así porque
dejé la Esmeralda y decidí terminar la carrera en la ENAP. Pero a veces nos
veíamos en un café o en su casa.
Coincidimos en la Universidad del Claustro
de Sor Juana en 1998. Vi un anuncio en el periódico solicitando profesores para
las carreras de Arte y Ciencias de la Cultura. En la cita para el examen estaba
él. Me ganó el concurso, pero a mí me dieron otras materias de artes plásticas.
Estuvimos un año trabajando ahí, pero luego yo regresé en 2006 y lo invité a
una exposición colectiva en la galería R38 del Claustro, organizada por Isaura
Ruiz, coordinadora de las carreras de arte.
Cuando la Esmeralda se trasladó al CENART
(Centro Nacional de las Artes), acostumbré a visitarlo cada uno o dos años. Dos
o tres veces le pedí me aceptara una visita con mis alumnos. Me permitió con
mis grupos una práctica de litografía e impresión. Me lo topé varias veces en
eventos comunes: en la última exposición individual de Capdevila en las
galerías de la Academia de San Carlos, en una exposición de Jóvenes Creadores
en el CENART y en la Biblioteca Nacional, en una conferencia sobre grabado
librario. Ahí me presentó con Marina Garone, suceso detonante de mi invitación
a una ponencia en su seminario y mi posterior membresía.
En 2017 nos vimos en el café El popular,
en el centro histórico. Me llevó unos libritos y unos catálogos que descartó de
su librero, después de una “acomodada” a la que se vio obligado, pues sus
libros salieron volando por la borda con el temblor del 19 de septiembre.
Recuerdo su amor por el conocimiento,
recalcado en su pasión por los libros, por el coleccionismo de estampas y por
su adorado Elbrus, su perro de raza malamute. Sus padres encabezaban la lista.
Terrible noticia el fallecimiento de su padre, don Eduardo Morales Luna. Justo
en el momento en que estábamos mi esposa y yo con él platicando en el café El
Globo que está enfrente de su edificio, recibió la llamada fatal. Lo
acompañé a su departamento. Ahí estaba toda la familia reunida. Lo dejé en
breves minutos.
Su madre y él nos invitaron una vez a ver
su monumental nacimiento, con tour y toda la cosa, y con una rica comida
oaxaqueña debajo de una trabe que Ricardo pintó con temple de caseína. En sus
últimos días, doña Margarita López Gatica parecía la motivación principal de
Ricardo, que la atendía con detalle y dedicación.
La última vez que platicamos fue a
distancia vía Google meet. Estábamos en el chat de wattsapp y me preguntó si
podíamos conectarnos. En ese momento hizo una pausa a su clase de dibujo para
charlar conmigo. Me dijo que les había pedido a sus alumnos una serie de
dibujos y que en cuanto terminaran lo contactaran para seguir con la clase.
Hablamos de la escuela, de la Familia Burrón (gusto compartido que desde
siempre coincidimos por la gráfica en las historietas mexicanas), de un libro
ilustrado que expuse en un reciente evento virtual, y de su intención de ingresar
al doctorado de la FAD, que era una promesa que le había hecho a su madre,
recién fallecida. Y me había preguntado si podía apoyarlo revisando su
propuesta.
Charlamos como media hora. Yo di fin a la
plática porque tenía que afinar detalles de mi clase. Quedamos de contactarnos
de nuevo no sin antes insinuarme si nos veíamos en mi casa. Dos días después le
dije que no sería posible porque mi esposa y yo estábamos encerrados a piedra y
lodo por lo del Covid, dándole a entender que nos estábamos cuidando mucho y
que me apenaba decirle que por el momento no sería posible.
En dos o tres días me confío que estaba
mal del estómago, y unos días después que de la garganta. Me compartió un libro
digital de su hermano Miguel Ángel sobre la historieta Tradiciones y
leyendas. Tuvimos varios intercambios por el wattsapp y cada vez le
pregunté cómo seguía. En el último mensaje le dejé ver mi impresión del libro
de su hermano y rematé preguntándole otra vez cómo seguía de salud. Me dijo a
secas que mal, que debían hospitalizarlo y que la ambulancia lo esperaba al pie
del edificio para recogerlo. Ya no platiqué con él más. Su vida se fue
diluyendo entre sábanas de hospital, y el 22 de noviembre de 2020 se fue del
mundo.
Tengo innumerables recuerdos y anécdotas,
decirlas todas aquí no sería prudente, no tanto por espacio sino por la cordura
del espíritu, que las guarda con recelo y cariño.
Ricardo Morales López, destacado productor
gráfico, maestro ejemplar de dibujo, litografía e historia del arte. Contundente
defensor de la libertad de expresión, pero severo juez de fáciles soluciones. Promulgador
insaciable del buen conocimiento, del dato preciso y conciso. Estudioso afilado
de la obra de José Guadalupe Posada y de los procesos de producción
decimonónicos. Investigador nato que vislumbró entre columnas y filas de
libros, periódicos, revistas, mapas, historietas y obra gráfica, la
inalcanzable tarea que busca el erudito: saber en lo que se sabe y en lo que no
se sabe, la verdad furtiva, insaciable y placentera del conocimiento.
Adiós Ricardo.
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