La pintura barroca propuso y consolidó los contrastes extremos en las formas y en los espacios para acentuar dimensiones, para exacerbar los volúmenes y las masas en contextos contritos. Contritos porque obedecen a una realidad teatrina, en donde importa más el efecto óptico y su dramatismo, que la definición precisa, anatómica e idelista de sus antecesores, los renacentistas. Con diferencias concretas en las paletas, los estilos, los temas y la materia pictórica, pero con la generalidad del contraste, el dramatismo y la incursión de moldes compositivos, vemos en José de Ribera, Zurbarán, Caravaggio y sus escuelas, una orda de tenebristas.
No necesariamente tenebristas, pero incluibles por ser también barrocos, pero ajenos en muchos sentidos, están Vermeer, Rembrandt, Rubens, el Greco y Velázquez, con composiciones más atrevidas y con particularidades que son por sí mismas movimientos pictóricos autónomos.
Estos maestros de la pintura demostraron con ese tipo de realismo, que la pintura de caballete como el ideal de la representación de efectos ópticos en espacios interiores tiene reglas técnicas, compositivas y materiales. Y que las máquinas y herramientas para sufragar los dibujos, los contrastes y los colores bien pudieron funcionar como apoyos resolutivos: la cámara oscura, retículas, pantallas, espejos y calcas. Y que los talleres de pintura, sin dejar de ser una labor artesanal, fungieron como empresas que solventaban los encargos y caprichos de dignatarios seglares y espirituales. Continuaron con el esquema de jerarquías heredado primero de la Edad Media y luego del Renacimiento: maestros, oficiales y ayudantes.
La relación entre la pintura de Arturo Rivera y los maestros del Barroco no es mera ocurrencia. En la obra de Rivera vemos una evolución en sí misma, marcada por sus etapas cronológicas pero también por su "abordaje" a la pintura. Su primera etapa (si podemos dividirla entre sus inicios y principios de los años noventa; y entre ésta última y toda su obra posterior) es marcadamente dibujística y, como la pintura de Miguel Ángel, notoriamente anatómica y lineal. El color es un complemento denotativo.
En su segunda etapa existe ya una preocupación más pictórica que dibujística. Sin dejar de lado su inherente apego a la realidad visual (su esposa me aseguró en una breve charla que sostuvimos en Tepoztlán, que no copiaba fotos y que sus virtudes miméticas se consolidaron en su estancia en Nueva York), dispone de apoyos fotográficos para reafirmar su sistema de precisiones morfológicas y compositivas. Pero vemos materia pictórica, más saturaciones y más interrelaciones cromáticas. En la transición entre su primera y segunda etapa se percibe un dolor interno, una insatisfacción que transita poco a poco entre una obra y otra, hasta percibirse "terminada". Es un eufemismo, porque ningún artista debe sentirse satisfecho nunca, porque busca siempre una brecha que da paso a otra, y ésta a otra más. Entre la exposición de 1994 en la galería Misrachi de Polanco y la de 1995 en el Museo de Arte Moderno (a las que yo asistí) percibo esta etapa transitoria.
La importancia de Arturo Rivera en la pintura contemporánea es también consecuente con las circunstancias del arte actual, que reclaman por una revaloracion de caracteres. Caracteres auténticamente respaldados por la veridicidad del trabajo creativo en el arte a través del realismo pictórico, en donde la inquietud es también colectiva.
¿La pintura de Arturo Rivera es barroca? Si la vemos en su elemental apreciación, sostenida en los criterios formales sobre el buen dibujo y la solución de contrastes lumínicos, sí, es barroca (?). Pero debemos reconocer entonces apreciaciones formales que partieron del relismo de otras corrientes y autores, como los renacentistas, los neoclasicistas, los románticos, los academicistas, los prerrafaelistas y de variados partidarios del realismo de los siglos XIX y XX. La relación del "buen dibujo" que parte de un tipo de realismo es suficiente para compararla o relacionarla con la pintura de Rivera.
Las virtudes del pintor destacan por sobre las líneas del juicio. Si la fotografía es un sino para su pintura, debería entonces serlo también en los grandes maestros, que se sirvieron de ella y de otros mecanismos para precisar sus soluciones visuales. Lo que es inaceptable es la copia fiel de la fotografía, que no demuestra nada más allá de su solvencia mimética. Y en la pintura de Rivera percibimos mucho más que simples copias.
Aparte de los formalismos deben estar en las comparaciones los contenidos. Y aquí ya nos detenemos. Los temas de Rivera nada tienen que ver con los bodegones, desnudos, paisajes, vírgenes, escenas costumbristas y demás referencias litúrgicas y mitológicas, en donde existe una narrativa definida. Aquí, la pintura de Rivera es auténtica. No sé si original porque las inquietudes por los motivos que muestran huesos, laboratorios médicos, animales disectados o disecados ha estado presente en pintores, dibujantes y grabadores de todas las épocas. Es auténtica porque es autoral, como es el arte actual que, estando libre de concensos, normativas, prebendos y estatutos, se destaca por sí misma. Técnica y estéticamente es convincente, y eso es más que suficiente. No hay una narrativa en la obra de Rivera, hay tema. No son historias que se cuentan con iconografias descriptivas; son imágenes prehechas desde su subconsciente, coaguladas en los lienzos. Muestra desde luego un gusto por cómo quiere que se vean, y aquí coincide con el subconsciente del público, que reconoce en sus pinturas la materia visual subyacente de la realidad que percibe. Se subraya la relación entre el mundo visual una estética generalizada. Importa más el cómo que el qué.
Cómo los picassos de Picasso, como los rubens de Rubens, como los nishizawas de Nishizawa, como los caravaggios de Caravaggio, la pintura de Arturo Rivera representa lo que él es, Arturo Rivera no es barroco, es Arturo Rivera, los arturos de Arturo Rivera.
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