Había una vez un hombre común y corriente que tenía muchas vidas, no porque viviera mucho o porque resucitara cada vez que se moría, sino porque tenía muchas cabezas en su alacena, mismas que se intercambiaba cada vez que quería. Había descubierto una fórmula infalible para que su tejido se regenerara y cicatrizara ipso facto cada vez que se quitaba y ponía otra cabeza. Su colección de cabezas era múltiple en personajes; tenía cabezas de hombres, mujeres, viejos, jóvenes, guapos, feos, rubios, morenos, pelirojos y por supuesto, su propia cabeza. Lo único que tenía que hacer era quitarse su cabeza con ambas manos jalándola hacia arriba y ponerse otra presionándola contra sus hombros. Su secreto le permitía mantener las cabezas en perfecto estado y que su salud física nunca se deteriorara por la incompatibilidad de tejidos. Las células de su cuerpo se fusionaba con las de las cabezas, permitiendo que los vasos sanguíneos, nervios, huesos y tejido muscular se hicieran uno con las cabezas en cada intercambio.
Cada vez que se ponía otra cabeza, podía ser otra persona, lo cual le daba oportunidad de hacer todo tipo de tratos, relaciones y jugarretas con la gente, que no podría hacer siendo él mismo. Digamos que usaba su truco para esconder su propia identidad y así interactuar con el prójimo. Le pasaba más o menos como a los actores, que deben interpretar un personaje, con la diferencia de que no debía maquillarse, usar una máscara, peluca, ni un disfraz convincente. Su personaje era de carne y hueso y sus efectos especiales eran reales. Con cada cabeza adquiría las dotes que tiene cada persona a través de su cabeza: la voz, gestos faciales, y todo lo que se hace o expresa con la cabeza, como comer, estornudar, toser, llorar, escuchar, ver, sentir, etc.
La pregunta importante no es cómo le hacia con su vida personal real, sino cómo hacia para sostener un nivel anímico con tantas personalidades, para manejar el tiempo y para justificar a la gente quién era.
La respuesta principal es que vivía sólo, eso le daba un margen de operación, y que nadie supiera su secreto, claro.
De su repertorio de cabezas tenía tres favoritas, una era de un viejo con cara de mapa, un rostro lineal en todo el sentido de la palabra. Le gustaba porque su voz era similar a la de un locutor, grave, de volumen firme, sensual y sin estribillo, lo que le daba al rostro un aire de seguridad y sapiencia, un rostro erudito. La otra era de una señora que lindaba los 40, de pelo quebrado, nariz recta y fina, con una somera división en la punta, de tez blanquísima, como la de una mujer renacentista pintada por Holbein, una mujer malhumorada a más no poder, pero deseosa todo el tiempo de compañía. La tercera era la cabeza de un afeminado. Un rostro mordaz y sexy enmarcado en una cabellera espesa y negra, de unos treinta años, de mirada penetrante, labios abultados y mentón saliente, con voz chillona y quejosa a la vez. Con esta cabeza se hacía pasar muy bien por un defensor del lenguaje inclusivo y los derechos humanos.
Tenía en su closet un abanico de ropajes. Todos de la misma talla, pero algunos con adaptaciones para verse más gordo, más magro o más musculado. No eran disfraces, eran ropas comunes que combinaba con la personalidad de cada cabeza. Su espejo hacía las veces de confidente y de juez de pasarela.
Gracias a sus metamorfosis, podía detener parcialmente el tiempo, pues la vejez resultante del deterioro de la carne no intervenía en su cuerpo cuando portaba otra cabeza. Además del tiempo, su conciencia de ser se había transformado. Sus dotes de actor policéfalo le dieron la oportunidad de "ser" muchas veces sin el deterioro emocional de ser él mismo, de tal manera que, al no tomarse en serio en cada personaje, podía verse a sí mismo a distancia, sin inmiscuir sus verdaderos sentimientos y emociones. Su cabeza original había pasado a ser uno más de sus disfraces.
Con la interacción cotidiana y con los cambios frecuentes de cabezas, terminó por confundir una con otra, así que por momentos trataba con la gente con una cabeza como si fuera otra, al punto de perder objetividad para los demás y para sí mismo. Cuando la falta de objetividad que le daba la identidad comenzó a ser más frecuente, terminó por darse cuenta que no era "ser" uno u otro en cada cabeza, sino no "ser" nadie y al mismo tiempo "ser" todo en sí mismo. Entonces dejó ser quien era, o más bien, quiénes era.
No se trataba de insensibilizacion porque para la presencia del ser se acepta su contraparte: lo sensible, en donde caben todo tipo de susceptibilidades. Era más bien desapego. El "ser" es primero por la presencia física y la conciencia, y luego por la afectación exterior, que incide en las acciones y en las ideas. La mente aquí participa muy poco y la planicie del ser desapegado nada tiene que ver con las identidades. El hombre policéfalo adoptó entonces una actitud desprendida. La máscara de sus identidades ya no le era útil para su satisfacción, sino para un propósito impersonal. Dejó de importarle el placer de sentirse y de hacer sentir a los demás alguien que no era, y dio paso a la acción libre de intereses, en donde sus sentimientos ya no tenían sentido. Sus acciones entonces se convirtieron en propósitos solubles pero firmes. La relación con la gente que trataba se convirtió en un reto y las importancias en desprendimiento.
Un amigo mío, budista por vocación, hubiera jurado que llegó al Nirvana. Otro, profesor de filosofía, hubiera sugerido que se convirtió en estoico, aunque lo racional en este caso no tuviera mucho que ver. La realidad del hombre policéfalo no fue ni lo uno ni lo otro. Se convirtió en lo que somos todos los seres humanos, un yo infinito que no se reconoce en sí mismo, sino en todos los demás.
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