LA POLÍTICA EN EL APARADOR
La política actual es una realidad sensible que nada tiene que ver con la virtud del conocimiento universal. La política no es una ciencia, ni un arte ni una filosofía. El "ratio universalis", que es requisito indispensable e insustituible para trascender el hieratismo y el desgaste subterráneo de la opinión por la opinión misma, no parece ser nunca del interés del político ni de quien dice participar en su ejercicio por el simple hecho de opinar; ni del reaccionario, ni del individuo que todo lo ve para sí mismo, hasta lo colectivo. Lo que importa no es lo que le importa al individuo, ni a la gran mayoría, ni al cúmulo sensible de las cofradías, ni al poder político. Las importancias son importantes cuando se mira desde el espíritu mismo porque el ser humano es, antes de lo que lo responsabiliza como ente social, un ser humano, con potencial de inteligencia y asombro por la vida. En este contexto, la mal entendida idea de la democracia nada tiene que ver. Las ordas de la opinión pública se entrelazan como filamentos de preocupación que creen profunda para sus adentros por la simple satisfacción individual que genera la euforia comunitaria. La inteligencia cede y da paso a la moda, al escándalo, a la nota periodística y al chisme. El ocio que sobre expone al tema político adquiere forma de locutor televisivo, de columnista editorial, de crítica permanente, de arte panfletario y de inconformidad retraída, esa que es mera retórica verbal, que todo lo juzga y defiende a capa y espada lo indefendible: una mediocridad mal oliente.
Los cultos, no los que se auto nombran intelectuales, académicos e investigadores, sino los que viven en un mundo aparte, sumergido en labores de introspección y reflexión desentendida, saben muy bien que la construcción del criterio y la visión expedita sobre el mundo es un proceso doloroso, no tanto por lo que implica la adquisición del conocimiento, sino por la negación de lo que somos, en todo momento a la defensiva y a la condescendencia, contradicción que el mexicano ha hecho lo suficientemente bien para no hacer nada por el individuo universal y desapegado a los estímulos que nos hemos acostumbrado a hacer hipersensibles. Pero la situación no es exclusiva del mexicano ni es, como se ha dado en gestionar una crítica superficial a los jóvenes, generacional. Aquí la universalidad no es la horizontalidad de nuestras miserias, es la tangencialidad universal de la estupidez humana, que parece perderse en los orígenes de la especie y que parece por eso mismo y su recurrencia, la naturaleza que nos hace ser los seres opacos que somos. La razón como cualidad exclusiva e inherente a nuestra condición de pensamiento, tan enarbolada y ensalzada por nosotros mismos, es la virtud menos explotada; basta mirar alrededor y hacia adentro para reconocer en ello las inconsistencias de siempre. Darse cuenta de esto implica un sacrificio constante y permanente que no es posible sostener con una simple decisión y un simple deseo. Es la voluntad de hacer del hombre un ser luminoso.
¿La política importa? Con todo y que determina en gran medida lo que somos y hacemos, que acapara los espacios mediáticos y determina el uso de la economía, no importa tanto como creemos; o más bien, como nos hemos permitido hacer que creemos; es una idiosincrasia mayor, fetichista, irracional en muchos sentidos, ausente de moral y falta de inteligencia. Sin embargo, ¿qué haríamos en una sociedad actual sin Estado?
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