LOS MITOS DE LA FAMILIA
“Moral y política no son la misma
cosa, si lo fueran, tendríamos que poner a los santos a la cabeza de los
estados” dijo Ikram Antaki (1948-2000) en relación a la responsabilidad ética
del hombre en la sociedad. La primera autoridad moral y natural es la familia
porque en ella se determinan los comportamientos y las jerarquías entre
personas. La segunda, moral y ya no natural, es la escuela. Unas terceras son
el trabajo, los amigos y demás espacios en donde es manifiesta la convivencia,
las relaciones interpersonales y las identidades compartidas. Pero “la
imbecilidad existe” señala la antropóloga siria; desde cualquier posición
jerárquica la imbecilidad se manifiesta de múltiples formas: dominación,
retobo, traición, protagonismo, desdén, aprovechamiento, indolencia, robo,
infidelidad, incesto, bigamia y otras tantas que difícilmente se resumen en una
sola palabra, pero que evidencian en ello una falta de dignidad. Tres elementos
sostienen a la familia. El primero es el reclamo,
porque funciona como una manifestación inmediata ante la ruptura (parcial) del
esquema; la segunda es la hipocresía,
porque es la tolerancia, la condescendencia, los oídos sordos y los ojos
ciegos. La variabilidad de inteligencias, según Howard Gardner (1943) y la llamada
“inteligencia emocional” (Daniel Goleman, 1946), se presentan en la familia
como entes demoniacos recurrentes. El “equilibrio moral” de cada familia es lo
que cada integrante de la familia se permite. El aspecto individual frente al
colectivo es el que desata los desacuerdos, además de las jerarquías. El trago
amargo es la hipocresía, pero mantiene “unida” a la familia. ¿Quién está
dispuesto a defender su dignidad y a explorar su individualidad con el
sacrificio de alejarse o independizarse de su familia? Los seres humanos son
exageradamente dependientes entre sí. Los seres individuales independientes y
éticos no son contradictorios, pero son usualmente entes solitarios. La familia
ideal no existe, y no porque ello tenga que ver con que se lleven bien o no, o
con que se juntan cada fin de semana a comer carne asada, o con que se prestan
o se dan dinero para “ayudarse”, o con que todos esperan o creen que merecen su
trozo de pastel de la herencia; tiene que ver con el sentido ético de sus
acciones, y en ello las ayudas, los favores y las complacencias son
contradictorias en muchos casos y por ello, no son éticas, siendo así,
indignas. El tercer componente es el amor o la fraternidad. Los miembros de
una comunidad estrecha como lo es la familia han sido “instruidos” a querer y a
respetar a sus padres, a honrar a sus abuelos, a convivir con sus hermanos, a
proteger a sus hermanas, a educar a sus hijos, a proveer a sus esposas, a
sentir protección de sus esposos y a visitar a sus parientes indirectos:
primos, tíos, sobrinos y cuñados. Del esquema familiar se determinan jerarquías
propias de una cultura basada en la necesidad y labores de orden social: el que
trabaja, el que cuida el hogar, el que estudia, el que se jubila, el que no
hace nada y una mezcolanza entre ellas. Razón suficiente para interceder como
apelativo de “familia” a dos individuos que comparten tiempo, espacio o
criterios; sin embargo, el peso cultural del esquema antonomástico está
configurado en razón de la reproducción de la especie y sus complementos
genealógicos y políticos; por eso se le reclama a una pareja una y otra vez
sobre cuándo va a tener hijos; al joven que si estudia o trabaja; a la mujer
que cuándo se embaraza; al anciano que cuándo se jubila; al estudiante recién
egresado que ya se vaya a trabajar, etc. Sin embargo, la permisibilidad de
cuestionamiento sobre otros aspectos, también de compromiso social en la
familia poco o nada se cuestionan porque son tabú o porque implican una
trascendencia de lo colectivo a lo individual: el cuarentón que todavía vive en
la casa de sus padres; el novio que tiene los mismos privilegios que cualquier
otro miembro de la familia; el estudiante que porque estudia somete a sus
padres; el casado que lleva a vivir a su pareja con sus padres; los padres que
le cuidan el nieto a los hijos, el tío que se siente con los mismos derechos
que el padre o la madre; el hermano mayor que se impone sobre sus hermanos; el
padre que tiene relaciones con la cuñada; el hijo que tiene relaciones con la
prima, el hermano que más gana tiene más derechos, obligaciones o necesidades
apoyando a los demás, etc. La moral del decálogo religioso, que señala lo que
debe y no debe hacerse, resume estas vicisitudes familiares contradictorias.
Para el hombre: “No desearás a la mujer de tu prójimo” Y no sólo la desea, la
tiene de amante y se divorcia por ella. Para el hijo: “No robarás” Y le exprime
el dinero al padre mientras su madre le lava y le plancha la ropa. Para todos
los miembros: “Santificarás las fiestas” Y tiene pachangas con bebidas y sonido
cada fin de semana en honor del santo en turno.
Dice el dicho que la familia es un mal necesario, pero también la idea
de familia en nuestra cultura está supeditada a otros conceptos que promulgan valores
como la unión, el amor, la pareja, el respeto, el progreso comunitario, la
comunión, la convivencia, la reproducción y la educación. ¿Una familia sin
vicisitudes ni negligencias? Simplemente no existe. Pero sí existe el ideal que
alimenta la aspiración pre-hecha, sensible en todo momento y en toda
trayectoria familiar. De este nicho comunitario, estos valores y esta sobre
posición “hacia afuera”, destaca tan sólo como ejemplo, la necesidad-obligación
de tener prole y la manutención sobre lo positivo de esto. Unos padres con sus
hijos tienen total y absoluta garantía de que nadie les cuestionará su decisión
de ser padres, de tener los hijos que quieran y de que obtengan halagos por
ello y adulaciones al hijo con exclamaciones estereotipadas de vicio: -¡Qué
grande está! ¡Está muy hermoso tu nene! ¡Es muy inteligente!, etc. –. En la
mujer recae (como siempre) el estigma que la señala por su divina virtud
reproductora y su dependencia masculina: -¿¡Y tú cuándo te casas!? Se te va a
ir el tren-. En la pareja la imposición: -¿Ustedes que no piensan tener hijos? ¡Ya
quiero ser abuela, o tío, o tener sobrinos!-; y en la distinción de género la
repartición de tareas, obligaciones y privilegios.
Dice otro dicho que además de la familia, los vecinos y compañeros de
trabajo tampoco se escogen; y es que la trascendencia de convivencia se
proyecta, además de en la familia, hacia afuera, en otros nichos sociales. Y
para ello existen parámetros que reiteran o garantizan cierto nivel de
confianza y conveniencia, como los compadres, ahijados, amigos, novios, jefes,
subalternos y compañeros, que
trascienden el esquema consanguíneo. Aquí la hipocresía se sobrepone al reclamo y la fraternidad funciona en situaciones esporádicas y “protocolarias”
cuando hay que pedir prestado, solicitar el aumento, sugerir la promoción,
taparle el ojo al macho, pagar el favor, quedar bien, ser cómplice y luego
enemigo, etc.
La madre, epítome y pináculo de la familia, es cúspide y es basamento;
pero también es blanco de ignominia. Para Octavio Paz es “la Chingada”, en
referencia a la cultura madre violada y maltrecha por los españoles. Ser hijo
de la Chingada o que le mienten la madre a uno es de las peores ofensas, porque
la madre es sagrada, porque nos dio la vida, porque representa para cada
familia una sola familia en un mismo esquema, el de la madre reproductora,
dadora de vida y sustento del hogar; es la madre patria también. Sin embargo,
la madre es mujer y por ello, no logra trascenderse a sí misma, como la virgen
María que es sólo el medio, o más bien el útero que permite la vida del hombre,
de Cristo. La hermana o la hija es madre en potencia, no es sólo su condición
de debilidad frente al hombre, es la potencialidad que tiene de convertirse en
madre lo que se cuida; en sus manos está la capacidad de generar vida
consanguínea pero es el hombre al final el que domina: su apellido trasciende a
la familia, el de la mujer no; es otra vez, el medio. La tragedia femenina es
recurrente y obvia en un mundo masculino. La gran familia que es la sociedad
mantiene al margen a la mujer, a sus madres consumadas o a sus madres en
potencia, preocupadas en gran medida por ser como los hombres en un mundo
inventado por ellos: mismos derechos, mismos cargos y mismas razones
comunitarias. El “empoderamiento” femenino no es más que la misma versión del
dominio masculino desde la visión borrosa y supeditada de la mujer.
“La gran familia” de una empresa, una escuela, un club, un gimnasio, un
grupo de delincuentes o facebook tiene, al igual que la familia consanguínea,
sus propias reglas y sus propios protocolos. La democracia, tan manoseada,
desvirtuada y malinterpretada en nuestros tiempos no es aquí la equivalencia de
derecho al voto y el acceso a todos los espacios que gestiona el estado, es la
posición jerárquica que determina una obligación y una responsabilidad,
legislada y no, para que suceda la interacción social entre quienes tienen
autoridad y quienes tienen un criterio propio.
La estratificación del entorno comunitario en la producción artística
responde más o menos al mismo esquema, con sus particularidades propias de su
ejercicio, su época, su espacio geográfico y sus perfiles institucionales. El
artista es ante todo persona, y por ello es primero un ente social y luego
artista. Su responsabilidad social se desarrolla primero por su ética como
persona, pues su ser se desenvuelve también en cualquier ámbito, no sólo en el
artístico. Además de artista es padre, hijo, hermano, vecino, conductor o profesor;
y luego por su ética en el arte, de la que se derivan su relación con su obra y
la relación con sus colegas. Pensar en ambos criterios como una unidad responde
a la idea de Howard Gardner sobre la inteligencia
integral: El profesional es ético en su profesión y ético fuera de su
profesión; si no lo es todo, es un profesional mediocre. La imbecilidad aquí funciona
de la misma manera, independientemente de la relación natural o no natural. Es
natural cuando la labor artística es una herencia familiar; y es no natural
cuando el individuo accede y comparte comunión con personas que directa o
indirectamente están relacionadas con su actividad.
De las relaciones más difíciles por ser tortuosas, en un sentido de
introspección del artista, es la que sostiene con su obra. La relación del
artista consigo mismo es natural también por supuesto, pero es de una
naturaleza digamos ulterior, porque no representa parámetros consanguíneos sino
unos que tienen que ver con su formación y con el sentido que le ha otorgado a
sí mismo y a sus proyecciones en su concepción. La visión y relación que tiene
el artista de su propia obra no es la misma que perciben sus colegas o su
público. Tampoco es la misma visión que refleja su trabajo para consigo mismo
que la decantada en los éxitos o fracasos en los protocolos sociales. El
aspecto ético del artista con su obra, también llamado honestidad, es el primer paradigma social del arte. El segundo es
su relación con el ámbito artístico, en donde caben todo tipo de relaciones con
colegas, instituciones, administraciones, legislaciones y autoridades.
Las jerarquías funcionan en el arte de formas caprichosas. No necesariamente
quien más sabe posee la autoridad antonomástica; tampoco quien mejor trabaja,
quien es más disciplinado, quien es más responsable o quien ha logrado aportar
algo a su área. El saber en el arte actual es un tema con entredichos, porque al artista no le interesa saber, le interesa dominar; y los que "saben" poco se amparan en la ignorancia de los demás para enarbolar sus virtudes. De estos saberes los que destacan y tienen predominancia son el conocimiento y manejo "suficiente" de materiales y/o procesos y sobre todo, el éxito publicitario y mercantil. Por eso, las grandes cofradías en el arte se gestan entre relaciones sociales, enjuagadas con alcohol, una mezcla lo bastante eficaz en otros ámbitos para ser desdeñada.
La gran familia que es el arte no se caracteriza por una morfología única, definida y exclusiva. El gran padre y la gran madre (social y políticamente hablando) son para empezar, instituciones, becas, tutores y mercados; con un gran poder pero con mínima solvencia autoritaria. Los poderes representan en el arte una gran facultad, la de determinar lo que la historia registra como arte y los recursos encaminados para apoyarla. En esta esfera las decisiones que califican y deciden (y no con ello solventadas por legislación alguna) al amparo regularmente institucional, implican a presidentes, directores, coordinadores, jefes, administradores, tutores, jurados, curadores y por supuesto artistas.
La gran familia que es el arte no se caracteriza por una morfología única, definida y exclusiva. El gran padre y la gran madre (social y políticamente hablando) son para empezar, instituciones, becas, tutores y mercados; con un gran poder pero con mínima solvencia autoritaria. Los poderes representan en el arte una gran facultad, la de determinar lo que la historia registra como arte y los recursos encaminados para apoyarla. En esta esfera las decisiones que califican y deciden (y no con ello solventadas por legislación alguna) al amparo regularmente institucional, implican a presidentes, directores, coordinadores, jefes, administradores, tutores, jurados, curadores y por supuesto artistas.
El gran padre y la gran madre (culturalmente hablando), es un ente
pluralizado, y por ende, indefinido. Su naturaleza indefinitoria no ha sido la
misma en otras épocas ni es exclusiva del arte. Las construcciones variables
sobre lo que es la cultura han trastocado todos los ámbitos y con ello han
indefinido al arte y a sus protagonistas.
La gran comunidad que compone al ámbito artístico, que determina lo que
se genera en ella es el artista, no puede ser de otra manera, pues la matriz de
todo ente creativo es su ser y con él, todas sus configuraciones, todas.
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