lunes, 3 de abril de 2017

Los mitos de la familia

LOS MITOS DE LA FAMILIA

“Moral y política no son la misma cosa, si lo fueran, tendríamos que poner a los santos a la cabeza de los estados” dijo Ikram Antaki (1948-2000) en relación a la responsabilidad ética del hombre en la sociedad. La primera autoridad moral y natural es la familia porque en ella se determinan los comportamientos y las jerarquías entre personas. La segunda, moral y ya no natural, es la escuela. Unas terceras son el trabajo, los amigos y demás espacios en donde es manifiesta la convivencia, las relaciones interpersonales y las identidades compartidas. Pero “la imbecilidad existe” señala la antropóloga siria; desde cualquier posición jerárquica la imbecilidad se manifiesta de múltiples formas: dominación, retobo, traición, protagonismo, desdén, aprovechamiento, indolencia, robo, infidelidad, incesto, bigamia y otras tantas que difícilmente se resumen en una sola palabra, pero que evidencian en ello una falta de dignidad. Tres elementos sostienen a la familia. El primero es el reclamo, porque funciona como una manifestación inmediata ante la ruptura (parcial) del esquema; la segunda es la hipocresía, porque es la tolerancia, la condescendencia, los oídos sordos y los ojos ciegos. La variabilidad de inteligencias, según Howard Gardner (1943) y la llamada “inteligencia emocional” (Daniel Goleman, 1946), se presentan en la familia como entes demoniacos recurrentes. El “equilibrio moral” de cada familia es lo que cada integrante de la familia se permite. El aspecto individual frente al colectivo es el que desata los desacuerdos, además de las jerarquías. El trago amargo es la hipocresía, pero mantiene “unida” a la familia. ¿Quién está dispuesto a defender su dignidad y a explorar su individualidad con el sacrificio de alejarse o independizarse de su familia? Los seres humanos son exageradamente dependientes entre sí. Los seres individuales independientes y éticos no son contradictorios, pero son usualmente entes solitarios. La familia ideal no existe, y no porque ello tenga que ver con que se lleven bien o no, o con que se juntan cada fin de semana a comer carne asada, o con que se prestan o se dan dinero para “ayudarse”, o con que todos esperan o creen que merecen su trozo de pastel de la herencia; tiene que ver con el sentido ético de sus acciones, y en ello las ayudas, los favores y las complacencias son contradictorias en muchos casos y por ello, no son éticas, siendo así, indignas. El tercer componente es el amor o la fraternidad. Los miembros de una comunidad estrecha como lo es la familia han sido “instruidos” a querer y a respetar a sus padres, a honrar a sus abuelos, a convivir con sus hermanos, a proteger a sus hermanas, a educar a sus hijos, a proveer a sus esposas, a sentir protección de sus esposos y a visitar a sus parientes indirectos: primos, tíos, sobrinos y cuñados. Del esquema familiar se determinan jerarquías propias de una cultura basada en la necesidad y labores de orden social: el que trabaja, el que cuida el hogar, el que estudia, el que se jubila, el que no hace nada y una mezcolanza entre ellas. Razón suficiente para interceder como apelativo de “familia” a dos individuos que comparten tiempo, espacio o criterios; sin embargo, el peso cultural del esquema antonomástico está configurado en razón de la reproducción de la especie y sus complementos genealógicos y políticos; por eso se le reclama a una pareja una y otra vez sobre cuándo va a tener hijos; al joven que si estudia o trabaja; a la mujer que cuándo se embaraza; al anciano que cuándo se jubila; al estudiante recién egresado que ya se vaya a trabajar, etc. Sin embargo, la permisibilidad de cuestionamiento sobre otros aspectos, también de compromiso social en la familia poco o nada se cuestionan porque son tabú o porque implican una trascendencia de lo colectivo a lo individual: el cuarentón que todavía vive en la casa de sus padres; el novio que tiene los mismos privilegios que cualquier otro miembro de la familia; el estudiante que porque estudia somete a sus padres; el casado que lleva a vivir a su pareja con sus padres; los padres que le cuidan el nieto a los hijos, el tío que se siente con los mismos derechos que el padre o la madre; el hermano mayor que se impone sobre sus hermanos; el padre que tiene relaciones con la cuñada; el hijo que tiene relaciones con la prima, el hermano que más gana tiene más derechos, obligaciones o necesidades apoyando a los demás, etc. La moral del decálogo religioso, que señala lo que debe y no debe hacerse, resume estas vicisitudes familiares contradictorias. Para el hombre: “No desearás a la mujer de tu prójimo” Y no sólo la desea, la tiene de amante y se divorcia por ella. Para el hijo: “No robarás” Y le exprime el dinero al padre mientras su madre le lava y le plancha la ropa. Para todos los miembros: “Santificarás las fiestas” Y tiene pachangas con bebidas y sonido cada fin de semana en honor del santo en turno.
     Dice el dicho que la familia es un mal necesario, pero también la idea de familia en nuestra cultura está supeditada a otros conceptos que promulgan valores como la unión, el amor, la pareja, el respeto, el progreso comunitario, la comunión, la convivencia, la reproducción y la educación. ¿Una familia sin vicisitudes ni negligencias? Simplemente no existe. Pero sí existe el ideal que alimenta la aspiración pre-hecha, sensible en todo momento y en toda trayectoria familiar. De este nicho comunitario, estos valores y esta sobre posición “hacia afuera”, destaca tan sólo como ejemplo, la necesidad-obligación de tener prole y la manutención sobre lo positivo de esto. Unos padres con sus hijos tienen total y absoluta garantía de que nadie les cuestionará su decisión de ser padres, de tener los hijos que quieran y de que obtengan halagos por ello y adulaciones al hijo con exclamaciones estereotipadas de vicio: -¡Qué grande está! ¡Está muy hermoso tu nene! ¡Es muy inteligente!, etc. –. En la mujer recae (como siempre) el estigma que la señala por su divina virtud reproductora y su dependencia masculina: -¿¡Y tú cuándo te casas!? Se te va a ir el tren-. En la pareja la imposición: -¿Ustedes que no piensan tener hijos? ¡Ya quiero ser abuela, o tío, o tener sobrinos!-; y en la distinción de género la repartición de tareas, obligaciones y privilegios.
     Dice otro dicho que además de la familia, los vecinos y compañeros de trabajo tampoco se escogen; y es que la trascendencia de convivencia se proyecta, además de en la familia, hacia afuera, en otros nichos sociales. Y para ello existen parámetros que reiteran o garantizan cierto nivel de confianza y conveniencia, como los compadres, ahijados, amigos, novios, jefes, subalternos  y compañeros, que trascienden el esquema consanguíneo. Aquí la hipocresía se sobrepone al reclamo y la fraternidad funciona en situaciones esporádicas y “protocolarias” cuando hay que pedir prestado, solicitar el aumento, sugerir la promoción, taparle el ojo al macho, pagar el favor, quedar bien, ser cómplice y luego enemigo, etc.
     La madre, epítome y pináculo de la familia, es cúspide y es basamento; pero también es blanco de ignominia. Para Octavio Paz es “la Chingada”, en referencia a la cultura madre violada y maltrecha por los españoles. Ser hijo de la Chingada o que le mienten la madre a uno es de las peores ofensas, porque la madre es sagrada, porque nos dio la vida, porque representa para cada familia una sola familia en un mismo esquema, el de la madre reproductora, dadora de vida y sustento del hogar; es la madre patria también. Sin embargo, la madre es mujer y por ello, no logra trascenderse a sí misma, como la virgen María que es sólo el medio, o más bien el útero que permite la vida del hombre, de Cristo. La hermana o la hija es madre en potencia, no es sólo su condición de debilidad frente al hombre, es la potencialidad que tiene de convertirse en madre lo que se cuida; en sus manos está la capacidad de generar vida consanguínea pero es el hombre al final el que domina: su apellido trasciende a la familia, el de la mujer no; es otra vez, el medio. La tragedia femenina es recurrente y obvia en un mundo masculino. La gran familia que es la sociedad mantiene al margen a la mujer, a sus madres consumadas o a sus madres en potencia, preocupadas en gran medida por ser como los hombres en un mundo inventado por ellos: mismos derechos, mismos cargos y mismas razones comunitarias. El “empoderamiento” femenino no es más que la misma versión del dominio masculino desde la visión borrosa y supeditada de la mujer.
     “La gran familia” de una empresa, una escuela, un club, un gimnasio, un grupo de delincuentes o facebook tiene, al igual que la familia consanguínea, sus propias reglas y sus propios protocolos. La democracia, tan manoseada, desvirtuada y malinterpretada en nuestros tiempos no es aquí la equivalencia de derecho al voto y el acceso a todos los espacios que gestiona el estado, es la posición jerárquica que determina una obligación y una responsabilidad, legislada y no, para que suceda la interacción social entre quienes tienen autoridad y quienes tienen un criterio propio.
     La estratificación del entorno comunitario en la producción artística responde más o menos al mismo esquema, con sus particularidades propias de su ejercicio, su época, su espacio geográfico y sus perfiles institucionales. El artista es ante todo persona, y por ello es primero un ente social y luego artista. Su responsabilidad social se desarrolla primero por su ética como persona, pues su ser se desenvuelve también en cualquier ámbito, no sólo en el artístico. Además de artista es padre, hijo, hermano, vecino, conductor o profesor; y luego por su ética en el arte, de la que se derivan su relación con su obra y la relación con sus colegas. Pensar en ambos criterios como una unidad responde a la idea de Howard Gardner sobre la inteligencia integral: El profesional es ético en su profesión y ético fuera de su profesión; si no lo es todo, es un profesional mediocre. La imbecilidad aquí funciona de la misma manera, independientemente de la relación natural o no natural. Es natural cuando la labor artística es una herencia familiar; y es no natural cuando el individuo accede y comparte comunión con personas que directa o indirectamente están relacionadas con su actividad.
     De las relaciones más difíciles por ser tortuosas, en un sentido de introspección del artista, es la que sostiene con su obra. La relación del artista consigo mismo es natural también por supuesto, pero es de una naturaleza digamos ulterior, porque no representa parámetros consanguíneos sino unos que tienen que ver con su formación y con el sentido que le ha otorgado a sí mismo y a sus proyecciones en su concepción. La visión y relación que tiene el artista de su propia obra no es la misma que perciben sus colegas o su público. Tampoco es la misma visión que refleja su trabajo para consigo mismo que la decantada en los éxitos o fracasos en los protocolos sociales. El aspecto ético del artista con su obra, también llamado honestidad, es el primer paradigma social del arte. El segundo es su relación con el ámbito artístico, en donde caben todo tipo de relaciones con colegas, instituciones, administraciones, legislaciones y autoridades.
     Las jerarquías funcionan en el arte de formas caprichosas. No necesariamente quien más sabe posee la autoridad antonomástica; tampoco quien mejor trabaja, quien es más disciplinado, quien es más responsable o quien ha logrado aportar algo a su área. El saber en el arte actual es un tema con entredichos, porque al artista no le interesa saber, le interesa dominar; y los que "saben" poco se amparan en la ignorancia de los demás para enarbolar sus virtudes. De estos saberes los que destacan y tienen predominancia son el conocimiento y manejo "suficiente" de materiales y/o procesos y sobre todo, el éxito publicitario y mercantil. Por eso, las grandes cofradías en el arte se gestan entre relaciones sociales, enjuagadas con alcohol, una mezcla lo bastante eficaz en otros ámbitos para ser desdeñada.
     La gran familia que es el arte no se caracteriza por una morfología única, definida y exclusiva. El gran padre y la gran madre (social y políticamente hablando) son para empezar, instituciones, becas, tutores y mercados; con un gran poder pero con mínima solvencia autoritaria. Los poderes representan en el arte una gran facultad, la de determinar lo que la historia registra como arte y los recursos encaminados para apoyarla. En esta esfera las decisiones que califican y deciden (y no con ello solventadas por legislación alguna) al amparo regularmente institucional, implican a presidentes, directores, coordinadores, jefes, administradores, tutores, jurados, curadores y por supuesto artistas.
     El gran padre y la gran madre (culturalmente hablando), es un ente pluralizado, y por ende, indefinido. Su naturaleza indefinitoria no ha sido la misma en otras épocas ni es exclusiva del arte. Las construcciones variables sobre lo que es la cultura han trastocado todos los ámbitos y con ello han indefinido al arte y a sus protagonistas.


     La gran comunidad que compone al ámbito artístico, que determina lo que se genera en ella es el artista, no puede ser de otra manera, pues la matriz de todo ente creativo es su ser y con él, todas sus configuraciones, todas.

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