En 1999 inscribí un trabajo para
concursar en el Catálogo de Ilustradores de Publicaciones Infantiles y
Juveniles que con motivo de la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil
se gesta en el Centro Nacional de las Artes. Para mi asombro fue seleccionado.
La imagen implicaba a un minotauro viejo en la parte baja y una gran nube
arriba; lo hice en grabado a la plancha perdida (técnica de grabado a color en
donde el desbaste, entintado e impresión por tareas o sesiones secuenciadas determina
una sobre posición ordenada y gradiente de colores, resultando al final en la
pérdida del trabajo inicial e intermedio en la matriz. De ahí su nombre). Si
bien la imagen no “ilustraba” nada y originalmente correspondía a una serie
temática que trataba al minotauro como figura principal, fue en su momento por
ese simple hecho, una ilustración. A partir de ese evento obtuve variados
proyectos. Laboré proyectos aislados para las Editoriales Fondo de Cultura
Económica, Ediciones Castillo, Escarabajo, Porrúa, Esfinge y CIDCLI. Hice otras
tantas para el periódico Reforma y para la revista Tecnología Empresarial (ya
desaparecida). Algunos proyectos por encargo que en su momento me fueron
solicitados por empresas particulares, instituciones y universidades los
considero parte ilustración y parte obra gráfica, pues se suscriben bajo
temáticas impuestas con
características técnicas y formales específicas, en donde la labor creativa es
diferente de la iniciativa propia y de la libertad artística; no ilustraron propiamente
un texto, como se espera que sea la labor convencional de una ilustración, pero
funcionaron en su momento como imágenes didácticas, explicativas,
representativas o simbólicas, y eso es suficiente para considerarlas
ilustraciones. Hice proyectos de grabados ejecutivos, placas conmemorativas,
carpetas y donaciones para Concretos Apasco, para Farmacéuticos Byk Gulden,
para Acuel, agendas y organizadores, para el Museo de San Carlos, para la
Universidad Iberoamericana, para la ENAP y para la Fes-Cuautitlán.
En 2005 me llamaron de Ediciones Castillo a participar en un proyecto.
Resultó que el editor era José Manuel Mateo, que además es poeta. Le llevé una
carpeta física de mi trabajo y me envió a la colonia Narvarte a “La máquina del
tiempo”, un despacho de diseño editorial con cierto reconocimiento. Ahí conocí
a Leonel Sagahón, Alejandro Magallanes y otros diseñadores más, comprometidos
con proyectos editoriales importantes. Me asignaron la ilustración de un libro
de árboles para niños: “Árboles, sus inquilinos y visitantes” Al parecer les
satisfizo mi trabajo y luego me encomendaron (junto con la hermana del editor,
Rosario Mateo) la ilustración de un libro sobre música virreinal: “Para servir
a dios y al rey, la música novohispana del siglo XVI”. Leonel me recomendó
entonces con Maia Fernández, editora de Libros del Escarabajo, con quien
ilustré un libro de animales mexicanos: “Animalitos, animalotes”. Leonel me
recomendó después con el Fondo de Cultura Económica. Ahí me presentaron con
León Krauze, autor del libro “El vuelo de Eluán”. Con él sostuve varias
pláticas para satisfacer sus inquietudes y observaciones sobre el bocetaje de
mis ideas. Fui varias veces a su oficina en el edificio de “Clío”, realmente
oficinas de su padre, Enrique Krauze. Hice la ilustración en quince días, pues
otros quince se consumieron en la elaboración de los bocetos y en las visitas
con el autor. De editorial Porrúa me llamaron para ilustrar unos libros de
Emilio Carballido, pero no se concretó nada sino hasta un año después, debido a
desacuerdos que tuve con la diseñadora, pues requería le ilustrara dos libros
con unas veinte ilustraciones en cada uno en un mes; cosa irrealizable. Me
volvió a llamar después, ahora con mayor accesibilidad pero sólo para ilustrar
uno: “Teatro del maestro Carballido”, que se publicó poco antes de la muerte
del autor. En editorial Esfinge ilustré dos libros de texto para secundaria,
uno de Matemáticas y otro de Biología; proyectos un tanto incómodos por la
revisión y modificación constante e innecesaria del director de arte. En 2009
me hablaron de editorial CIDCLI para ilustrar un libro de cavernícolas:
“Akuika, el cazador de fuegos”, libro que por cierto obtuvo el premio White
Ravens en Alemania. Con esa misma editorial trabajé unas viñetas para un libro
de texto sobre Educación Artística para Primaria.
En la mayoría de los proyectos en que participé abogué porque se
ilustraran con grabado, no sólo por un gusto y satisfacción personales, sino
por la idea siempre presente en mi persona sobre la retribución de la técnica
que durante siglos aportó tanto a la ilustración de libros y que ahora parece
ajena al medio editorial. Nunca tuve problemas con la aceptación de mis
planteamientos, al contrario, les parecía fascinante la técnica y sus minucias.
Recuerdo la vez que estaba elaborando las planchas para el libro “Árboles, sus
inquilinos y visitantes”, en que algunos diseñadores o visitas fortuitas a la Máquina del tiempo no creían, o más no
querían aceptar que se estaba ilustrando con grabado en linóleo hasta que
vieron las planchas y se quedaron mudos.
Profesionalmente hablando, la labor de hacer ilustración y todo lo que
implica representa un abanico amplio en todo sentido: cuánto cuesta o cómo se
cobra, los procesos con los que se construye, las relaciones o contactos con
los editores, autores, directivos, impresores y demás personas en quienes
recaen las decisiones importantes; la diplomacia, o más bien, la delicadeza en
las relaciones sociales y los contactos que permiten la vigencia del
ilustrador; la gestión y el posicionamiento de los libros ilustrados en el
mercado, etc.
La experiencia de hacer ilustración implica varios puntos a considerar,
por cierto muy interesantes para analizar o estudiar como parte de los procesos
del quehacer editorial:
En primer lugar, la obtención de proyectos de ilustración es extenuante
laboral y profesionalmente hablando porque es un ámbito sumamente competitivo,
selectivo y por ende elitista. Quienes regularmente deciden quién les ilustra
sus publicaciones son los editores, diseñadores, directores de arte y hasta los
escritores.
En segundo lugar, tal competencia y selectividad va de la mano con la
pluralidad de perfiles del ilustrador; hay de todo: diseñadores, artistas
plásticos y visuales, arquitectos, fotógrafos, diseñadores industriales,
caricaturistas y autodidactas. Gente con formación profesional, sin estudios
especializados, con un nivel de dibujo deficiente, conocimiento de las técnicas
escueto y prejuicios en el estilo y forma de representación se agregan al
espectro. Como los requisitos para ilustrar una publicación no se manifiestan
mediante una directriz de habilidades manuales, formales y comunicativas, hay
de todo también del otro lado: los gustos, favoritismos, contactos, compadrazgos,
cuatismos y demás “medios” de relación entre conocidos y criterios subjetivos.
Añádase a esto la exacerbada cantidad de publicaciones que se realizan en
nuestros tiempos y los innumerables “ilustradores” que buscan un espacio a
través de un proyecto o mantenerse vigentes en las agendas de los editores. Los
contratos exclusivos no existen (y si los hay son poquísimos), situación que
obliga al ilustrador a auto gestionarse
a como dé lugar si quiere vivir de eso. Lo anterior se manifiesta también en
publicaciones de diversos niveles: desde la excelencia
hasta la mediocridad exacerbada. En los perfiles hay de todo: Ilustradores con
oficio, notorio en la técnica y en el discurso de la imagen (son los menos);
ilustradores muy famosos y exitosos pero a todas luces malísimos,
identificables fácilmente por un dibujo simplón, impreciso, nada convincente y
pretencioso, como todos esos que “trazan como niños”(cosa que está de moda
desde hace algunos años); del otro lado, malos también, los que quieren llamar
la atención por los ojos con un realismo exacerbado y fotográfico, que no
aportan nada, mas que saben “copiar bien”. Lo publicable no es necesariamente
lo elocuente ni lo bien hecho; con una exacerbado número de publicaciones en
todo el mundo se incluyen también diversos criterios para valorar o determinar lo
que debe o puede publicarse.
Con el ámbito editorial, además de la ilustración, se emparentan en todo
esto los diseñadores editoriales y los autores que construyen los textos.
Agregados también son los caracteres propios de la tecnología, la moda, el
mercantilismo, la proliferación de ciertos estilos y todas las circunstancias
económicas, políticas y culturales propias de nuestro tiempo (importante
siempre señalar la cultura de la lectura y sus criterios de apreciación y
aplicación, como señala bien Felipe Garrido en su libro “Para leerte mejor”
Edit. Paidós, 2014).
La idea romántica del ilustrador como artista o artífice que decora
bellamente los libros no está mal si se considera como un parámetro serio en la
formación de los ilustradores y en la creación de las imágenes. Los focos
históricos, como los libros ilustrados medievales, los primeros impresos del
siglo XVI (incunables), los libros y periódicos ilustrados por artistas del
siglo XIX, los primeros libros de texto en México, etc. son importantes pero no
determinantes para sustentar situaciones actuales, pues la estética y la
comunicación han requerido de otro tipo de satisfacciones en el cumplimiento
difusor y comunicador, así como de conciencias menos exigentes pero más atentas
a lo que les presentan los medios de comunicación, internet y las redes
sociales. La responsabilidad es individual (hablando del ilustrador y de todas
las personas responsables de lo que se publica o no) y conjunta, pues es el
consumidor-lector el que debe estar lo suficientemente preparado para saber
seleccionar qué lee y qué ve en una publicación ilustrada.
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