LO
ESPIRITUAL Y LO SEGLAR EN "EL MANANTIAL DE LA DONCELLA" DE INGMAR BERGMAN
Entre olores
e imaginaciones, entre palabras, susurros y vislumbres transcurre la idea del
campo medieval. Los contrastes son sutilezas desgajadas a mano con datos
precisos e inmediatos, pero disueltos entre prejuicios. En estas vicisitudes
propias del siglo XIII, enmarcadas con ropajes, muebles firmes, hierbas
salvajes, trabajo campestre, lenguas germanas e imágenes coloridas en blanco y
negro, transcurren los hechos.
Karin hija de Tore (interpretado por el
eminente Max von Sydow, cuya firmeza y temple de rostro ayudaron mucho a
generar el carácter del “señor medieval”) heredera del cristianismo diseminado
al norte de Europa, y contaminada con la idea del fervor y el ánimo divino,
emprende su viaje de muerte ¿No es este viaje inevitable? ¿No son las amarras
suficientes para ver y entender el viaje definitivo? El trayecto idealizado de
Karin está más allá de las contiendas terrestres ¡es un viaje espiritual! No
hay comienzo ni fin, ni tierra ni aire, sólo trayecto. Los dioses nórdicos
apenas permanecen, tan solo en un hálito de supervivencia en Ingeri, embarazada,
traicionera al principio y redimida al final.
El viaje de Karin es como el de Alicia,
como el de Dante, como el de Cristo descendiendo al inframundo. Hay un puente
entre el aquí y el más allá, un limbo en el limbo.
Es aquí y ahora, la muerte está allá en la
vida; los subterfugios de la cotidianidad contienen a la divinidad, la
contienen en sus dos acepciones: la rechazan y la tienen. El fantasma del otro
o de lo otro es de carne y hueso. Morderse la cola es morderse a sí mismo. Es
el dolor ajeno y es el de uno mismo.
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