Muere el maestro Luis Nishizawa Flores
¿Quién no fue alumno del maestro
Luis Nishizawa en el Taller de Técnica de los materiales de Pintura en la ENAP,
en su taller de su Museo en Toluca y en infinidad de cursos a lo largo de la
República Mexicana? Cientos, si no miles de alumnos pasaron por su taller. Pero
¿quiénes de verdad pueden vanagloriarse de decirse sus alumnos por el provecho
de haber aprendido, valorado y compartido experiencias con el maestro? ¿Quiénes
pueden honrar sus enseñanzas no solamente aplicando sus principios y conceptos
técnicos sino exaltando la libertad artística con propuestas, elocuencias y
riesgos conceptuales en el campo de la pintura? Solamente unos cuantos.
La preparación en los primeros años en el rubro de la pintura era
fundamental para el maestro Nishizawa, demostrado esto en su curso impartido de
primero a segundo semestres para la carrera de Artes Visuales. Una insistente
inquietud por la práctica constante del dibujo, situación que ratificaba con la
presencia cotidiana de un modelo al desnudo en sus clases. Una meticulosa
descripción y apego al conocimiento, manejo y preparación de los pigmentos,
aglutinantes, disolventes, imprimaturas y soportes, complementada con el apoyo
bibliográfico por excelencia: los libros de Ralph Mayer y Max Doerner, así como
la demostración práctica de los principios físicos, químicos y ópticos de los
materiales en los pintores antiguos europeos: Rembrandt, Rubens, Velázquez,
etc. y en obras recientes de integrantes de la Escuela Mexicana de Pintura y de
los Muralistas. Dos cosas significativas en su taller: el espacio físico,
postrado en el último edificio de la Escuela; emblemático por ser además de un
taller de pintura, un laboratorio de materiales y procesos pictóricos, ajeno en
ese sentido a los demás talleres (estar con Luis Nishizawa es ver la
pintura como un ejercicio “técnico-académico”, no “pictórico”, además de la
carencia de propuestas conceptuales, decían los demás profesores y sus
allegados); y en segundo lugar el trabajo social dentro del taller: cálido, emotivo,
estimulante y en muchos casos colaborativo. No mencionar a sus ayudantes
inseparables sería omitir una parte importante para la imagen que proyectaba el
maestro: Marialuisa Morales, Alfredo Nieto y Miguel Ángel Suárez por mencionar
a los más perdurables y anquilosados de sus ayudantes. Ellos eran los que
cumplían en su totalidad con los horarios de las clases. El maestro iba los
martes por la mañana a “dar teoría” y a supervisar la labor de sus alumnos.
Sus clases cumplían año con año una estructura propia de un protocolo
elemental: conocimiento teórico y descriptivo de los pigmentos, aglutinantes y
soportes para pintura, en donde los datos históricos y los referentes visuales
funcionaban como un eje demostrativo de sus fundamentos. En lo práctico, la identificación-preparación
de soportes rígidos y flexibles y su consecuente aplicación de imprimatura: cómo
imprimar una tabla de madera; cómo entelar una tabla e imprimarla; cómo
ensamblar un bastidor y entelarlo; qué consideraciones de compatibilidad y
perdurabilidad tener para con el tipo de soporte y el material con el que se
pinta; los tipos de papeles y otros soportes con sus características, ventajas
y desventajas en su uso, etc.
Comenzaba enseñando las diferentes modalidades de pintura al temple: de
yema de huevo, de clara de huevo, de huevo completo, de huevo mezclado con
aceite o con barnices, de cera, de cola, de sosa cáustica, de caseína y de
cera; seguida del temple graso con blanco de plomo o pútrido. Luego la
preparación artesanal de la pintura al óleo, acuarela, gouache, pastel,
encausto y en algunos casos fresco.
Los motivos eran los tradicionales o clásicos por excelencia: prefería
los objetos naturales degradables, como los de la naturaleza muerta: frutas,
legumbres, panes y carnes; así como la pintura de paisaje, por la viveza de sus
colores y por la exaltación de la belleza que parte de la naturaleza y la
figura humana. Era común por eso ver a los jóvenes estudiantes cargando sus
“tablas” con manzanas, naranjas, calabazas y berenjenas.
Preocupado más por la técnica que por lo que se hace con ella (pues eso
quedaba solventado en su personalidad, en su obra y en sus preferencias
artísticas), las clases del maestro eran similares a las que se aplicaban
todavía a finales del siglo XIX en la Academia de San Carlos. Externaba
admiración y preferencia por los pintores del periodo primitivo italiano del
siglo XV, por los del Renacimiento al Neoclásico europeos, por los pintores
norteamericanos del clan de los Wyeth, sobre todo por Andrew, por los pintores
de la Academia de San Carlos de finales del siglo XIX, sobre todo José María
Velasco; por sus maestros Alfredo Zalce y José Chávez Morado, así como por
Diego Rivera y otros más de la Escuela Mexicana de Pintura.
De sus alumnos destacados mencionaba a Arturo Rivera y a Benjamín
Domínguez; así como a José Castelao, quien era un mito en las clases pues el maestro reiteraba como ejemplo el
nombre de su alumno por un “bello autorretrato” que hizo en su época de
estudiante.
Sobre mi interacción con el maestro Nishizawa tengo múltiples anécdotas,
todas ellas recordadas con cariño y como un breve homenaje:
Habiendo ingresado al Taller de Nishizawa en 1990 como alumno de su
clase de Técnica de los Materiales de Pintura, elaboraba como ejercicio
pictórico un “pimiento verde” con temple de yema de huevo y barniz damar. El maestro
vio mi trabajo y, señalándome le dijo a su ayudante Alfredo Nieto:
-Ese muchacho pinta muy bien-
-¿Quién maestro?- Respondió.
-Ese- Volvió a señalarme.
A partir de ese momento la atención del maestro hacia mi persona cobró
potencia, al punto de compartir una interacción más frecuente.
Por el tratamiento de mi pintura me apodó “Rembrandt”, mote que
proliferó entre mis compañeros de generación durante mi estancia en la ENAP. Ya
siendo parte de su séquito, tuve
acceso al “tapanco” de su taller, un espacio a desnivel en donde trabajaban sus
ayudantes y alumnos destacados; y en donde no se hacían propiamente ejercicios
de pintura sino “obra”. De esa época tengo varias pinturas de objetos llevados
al plano de bodegones o naturalezas muertas.
-
¡A ver Rembrandt!
baja tu cuadro para que lo vean los alumnos- Me decía desde abajo mientras
impartía su clase. Una vez abajo, reiteraba sus explicaciones sobre la técnica
y me volvía a subir a seguir pintando. Pero al rato:
-
¡Rembrandt! Baja tu cuadro otra vez para que lo vea
fulano…- Decía otra vez y lo bajaba para que el maestro volviera a ejemplificar
lo que decía.
Como parte de sus “alumnos preferidos” se encontraban Alfredo Nieto,
Miguel Ángel Suárez, Patricia Mendoza, Jorge Obregón, Homero Santamaría y yo.
Ocasionalmente se sumaba su otra ayudante: María Luisa. En esa época
(1991-1994) configuramos un equipo de trabajo al amparo del maestro Nishizawa,
que trabajó de múltiples maneras.
Recuerdo muy bien una ocasión después del trabajo de paisaje en las montañas, en que fuimos a comer a un restaurante preferido por el maestro en frente de la Basílica de Guanajuato, bajando unas escaleras y a desnivel de la calle. Llegamos todos hambreados y ya instalados comenzamos a pedir lo que venía en el menú. Miguel Ángel pidió unas quesadillas y el maestro lo interrumpió diciendo:
-¡Qué quesadillas ni qué nada Miguel! Pídete un pozole hombre. A ver (dirigiéndose al mesero), tráiganle un pozole a Miguel (señalándolo)- Y Miguel tuvo que "chutarse" un pozole por capricho del maestro. Así era de ocurrente a veces.
De izquierda a derecha: Alfredo Nieto, Héctor Morales, Homero Santamaría, Jorge Obregón y Patricia Mendoza en el Taller de Nishizawa en 1993. Jorge y Homero llevaron al taller unos pescados que compraron en la Central de Abastos para usarlos de modelos de pintura.
Fuimos sus ayudantes en unos cursos de
pintura que impartió en el Centro de Convenciones y en el Museo del Pueblo de
la Ciudad de Guanajuato. Nos hospedábamos en “Las Embajadoras”, íbamos a
desayunar y luego nos dirigíamos al centro de trabajo. Trabajábamos en las
mañanas ayudando al maestro en la impartición del curso y en las tardes íbamos
a la serranía aledaña a pintar paisaje. De sus alumnos en el curso recuerdo muy
bien a Francisco Patlán (ya fallecido) quien además era grabador, y a los
hermanos Capelo, artesanos famosos en Guanajuato por su cerámica Mayólica.
Recuerdo que a María Luisa, a Miguel Ángel y a Alfredo Nieto les pagaron al
final del curso con un cheque por diez mil pesos a cada uno y a Homero y a mí no
nos dieron nada. Me dio mucho coraje pero no externé mi inconformidad, a fin de
cuentas me era suficiente ser parte del séquito.
Como ayudante en un curso en el Museo del Pueblo de Guanajuato en 1993. En primer plano de derecha a izquierda: Alfredo Nieto, Miguel Ángel Suárez, Homero Santamaría y Yo al centro. El maestro Nishizawa hasta arriba al centro.
Foto de Judith Durán González.
-¡Qué quesadillas ni qué nada Miguel! Pídete un pozole hombre. A ver (dirigiéndose al mesero), tráiganle un pozole a Miguel (señalándolo)- Y Miguel tuvo que "chutarse" un pozole por capricho del maestro. Así era de ocurrente a veces.
Jorge Obregón era de todos nosotros el que mayores posibilidades
económicas tenía. Era hijo del dueño de la Casa de Materiales para artistas
“Garies”, que entonces se ubicaba en el segundo piso de la Plaza Perisur y tenía su casa en el corazón de la colonia Pedregal de San Ángel. Llevaba una camioneta negra grande para su uso personal, misma que puso
a disposición para nuestros viajes al campo para hacer pintura de paisaje. De
los lugares que visitamos recuerdo obviamente las montañas aledañas a la Ciudad
de Guanajuato y los innumerables viajes a las faldas de los volcanes
Popocatépetl e Iztaccíhuatl. Con el maestro fuimos varias veces a su casa en
Zinacatepec en el Estado de México y nos quedábamos dos días o más. Él pagaba
las casetas y la gasolina de la camioneta y ponía a nuestra disposición el
hospedaje en su casa y la alimentación. Tenía una cocina con decorado estilo
mexicano muy bello y varios criados que le hacían la comida, la limpieza, encargos
menores y diligencias a su museo en Toluca. Recuerdo muy bien la primera
ocasión que nos hospedamos en su casa de Zinacatepec después de una sesión
agotadora de paisaje en los cerros aledaños. El maestro se quedó dormido casi
inmediatamente y nosotros echando relajo en otro cuarto; fuimos a ver cómo
estaba el maestro pues roncaba profusamente y vimos un murciélago que
revoloteaba en su cuarto. Despertamos al maestro para alertarlo y gritó sorprendido:
-¡Ay mamacita! ¡Ay mamacita, un murciélago!-
-¡Ay mamacita! ¡Ay mamacita, un murciélago!-
Entre todos espantamos al bicho con unos trapos hasta que se salió por
la ventana. Pasado el susto nos moríamos de risa por los gritos del maestro. Lo
arremedamos una y otra vez para reírnos y no paramos por varios días.
-
Quien viera al maestro tan serio y tan propio
gritando: ¡Ay mamacita! ¡Ay mamacita!- Decíamos y nos moríamos de risa otra
vez.
Cuando se abrió su Museo en Toluca, nos invitó a visitarlo. Reunió a sus alumnos del taller del Museo y a nosotros de la ENAP para una comida grupal diciendo:
-A ver Margarita, traigase unas tortas para todos...-
Y ahí iba Margarita (quien fungía y funge como directora del Museo) por las tortas a la "Vaquita Negra", un changarro de tortas y chorizo a un costado de la Catedral.
Cuando se abrió su Museo en Toluca, nos invitó a visitarlo. Reunió a sus alumnos del taller del Museo y a nosotros de la ENAP para una comida grupal diciendo:
-A ver Margarita, traigase unas tortas para todos...-
Y ahí iba Margarita (quien fungía y funge como directora del Museo) por las tortas a la "Vaquita Negra", un changarro de tortas y chorizo a un costado de la Catedral.
En 1993 se publicó la
convocatoria para el “VI Concurso Nacional de Acuarela
sobre motivos turísticos del Estado de México” promovido por el Museo de la Acuarela de Toluca,
Estado de México. Jorge Obregón y yo decidimos participar con una pintura de la
Catedral de Toluca. Él la hizo con temple y óleo y yo solamente con temple de
huevo. Teníamos conocimiento que el maestro Nishizawa sería jurado y podríamos
aspirar a un lugar, incluso y obviamente el maestro siguió el proceso de
construcción de nuestras obras. Fuimos durante dos meses todos los sábados; el
maestro aprovechaba para asistir a su museo para arreglar sus asuntos y sus
clases. Nos veíamos en la casa del maestro en Coyoacán. Normalmente el maestro abría la puerta con reservas, pues sus dos perritos pug ("el Nacho" y "la Gorda") intentaban salir a como diera lugar; ya dentro, los perros corrían como locos y no se estaban en paz hasta después de un buen rato. Jorge nos recogía a eso
de las ocho de la mañana y a las diez ya estábamos en Toluca. Nos instalábamos
en los portales del Palacio de Gobierno frente a la Catedral y trabajábamos
todo el día hasta las cinco o seis de la tarde. Hacíamos pausa solamente para
comer; el maestro enviaba a alguien a avisarnos que ya estaba la comida y que
compartiríamos mesa con algunos de sus alumnos del Museo, parte de su personal
y con la Directora Margarita. Presentamos las pinturas como indicaba la
convocatoria y esperamos resultados. Resulta que el premio se lo dio el maestro
a Miguel Ángel Suárez, que también hizo la catedral de Toluca pero la sacó de
una fotografía y la hizo con acuarela. Mi molestia otra vez salió a flote pero
nunca le reclamé al maestro. Alfredo Nieto, quien por supuesto conocía lo
sucedido se mofaba y se reía a carcajadas diciendo:
-El maestro le dio el premio a Miguel Ángel que la copió de una foto (la catedral) y Jorge y el Rembrandt fueron a pintarla en vivo varios sábados y no les tocó nada. Ja ja ja ja…
-El maestro le dio el premio a Miguel Ángel que la copió de una foto (la catedral) y Jorge y el Rembrandt fueron a pintarla en vivo varios sábados y no les tocó nada. Ja ja ja ja…
Recuerdo muy bien que en una de tales ocasiones Jorge Obregón no pudo ir
un sábado y pues no había camioneta. Me puse de acuerdo con el maestro y nos
vimos en su casa de Coyoacán, como siempre. Mandó llamar un taxi, mismo que nos
llevó hasta Toluca y al momento en que el taxista dijo el monto el maestro se
me quedó viendo muy feo, como esperando que yo pagara. No dije nada y de su
cartera el maestro sacó unos billetes y pagó. Sentí frío al maestro todo el
día. Él ya sabía de mi precaria situación económica. Nunca llevaba más dinero
que el que me llevara del metro Coyoacán a mi casa; además cuando Jorge llevaba
su camioneta era el maestro quien pagaba la gasolina y las casetas, por eso no
entendí nunca por qué esa actitud hacia mí.
En 1994, el maestro trabajaba en el retrato que le encargó Carlos
Salinas de Gortari y eran tiempos también en que se gestaba el movimiento
zapatista en Chiapas. Homero, uno de sus ayudantes y con quien también
compartía espacio en el taller de huecograbado de Jesús Martínez, defendía la
causa zapatista; incluso se fue a Chiapas para estar con los indígenas. En una
de tantas veces que el maestro Nishizawa pasaba a saludar a Chucho, nos
encontrábamos Homero y yo trabajando. El tema político salió a flote iniciado
no sé por quién pero Homero le reclamó medio en broma algo al maestro sobre su retrato para
Salinas, y Nishizawa amablemente y con bromas le contestó una justificación
sobre la pintura, algo así como que el arte debe hacer su trabajo al margen de
posturas políticas. No llevaron el tema a otra discusión y además el maestro le
hizo después un retrato a Homero al temple, como si nada.
Yo, por mi parte, le eché en cara a Homero que si defendía una posición
política debería entonces reflejarse en su obra: utilizar el espacio plástico
como discurso político, pues no había congruencia entre lo que decía, haberse
ido a Chiapas y regresar a seguir haciendo “bodegoncitos”. No me lo dijo pero
era obvio que se había molestado. A partir de entonces nos distanciamos.
En otra ocasión, el maestro Nishizawa entró al taller de grabado y me
vio grabando una placa. Le dijo a Chucho y a su esposa María Eugenia entre
bromas y risas que había tenido un alumno ejemplar en su taller que ahora se
dedicaba al grabado al buril. Obviamente se refería a mí. A finales de 1994 mi
distanciamiento con el equipo de Nishizawa fue consciente e intencional. No me
gustaban las adulaciones de señoras de dinero que se metían a su taller a
quesque pintar o establecer vínculos con el maestro; ya se habían comenzado a
hacer algunos proyectos murales del maestro dentro del taller de la ENAP y el
ritmo de tales encargos implicó participaciones de otras personas y otros
ritmos laborales y colaborativos. Mi madurez como artista me exigía entonces un
cuestionamiento más profundo y prolífico sobre lo que decían mis imágenes y en
el grabado encontraba cabida a todo eso. Además, después de cuatro años de
pintar paisajes, cráneos de animales, pescados crudos, calabazas y langostas me
sentí un tanto asqueado de mí mismo. Por eso fue también mi decisión hacerme a
un lado, cosa de la que no me arrepiento para nada, pues hice lo que quise; arriesgué demasiado pero estuve en paz conmigo mismo.
Gracias al maestro Nishizawa participé en una exposición homenaje que le
hicieron en el Palacio de Minería. Teniendo apenas 22 años de edad, compartí
espacio con Arturo Rivera, Benjamín Domínguez y José Castelao, sus alumnos
destacados.
También bajo su auspicio, expuse con él y sus ayudantes en la Galería de
la Torre Domeq, en Coyoacán. La finalidad según el maestro, era vender obra. No
sabíamos entonces qué precio ponerle. Le pedimos al maestro nos asesorara y
dijo que un precio justo eran treinta mil pesos por pieza. Nos quedamos
viéndonos con dudas. Llegó la inauguración y su consecuente tiempo de
exhibición. No vendimos nada; el único que vendió todos sus cuadros fue el
maestro.
En 1991, siendo todavía su alumno, invitó al grupo con bombo y platillo
a una exposición de Arturo Rivera en la Galería Misrachi de Polanco. Fuimos unos
cinco alumnos de veinte. En plena inauguración y en plática con el dueño de la
Galería me jaló el maestro y me presentó con él:
-Mire, le presento a Rembrandt. Es un muchacho que pinta muy bien. Espero que muy pronto
lo considere para su galería ¿eh?-
El galerista me miró sorprendido por mi edad (diez y nueve años), pero
no dijo más que -Mucho gusto-.
En el año 2004 visité al maestro en su taller de la ENAP, sólo para
saludarlo. Me topé primero con María Luisa y luego luego me dijo (como es su
estilo):
-
¿Cómo estás? Mira, allá está el maestro (dando clase)
¿Por qué no vas con él y le presentas a tu esposa?- y agregó gritando –
¡Maestro, aquí está Héctor con su esposa! Llévale a tu esposa para que la
conozca.
El intercambio fue breve pero caluroso. Le hablé por teléfono en otra
ocasión en 2008 pero por su respuesta pareció no reconocerme pese a su
amabilidad y atenciones.
Puedo añadir otras anécdotas sobre su casa, sus perros, su familia, su
taller en Toluca, su taller en Coyoacán, sus cursos en Guanajuato, sus
ayudantes, su Museo, su obra, sus pincelazos correctores en mi obra, su forma de ver y hacer pintura, sus manos,
sus ojos, etc. Pero no es posible mencionarlo todo, no porque no se pueda sino
porque las experiencias son vivencias propias acompañadas de emociones y
sentimientos propios también. El maestro Nishizawa es muchas cosas a la vez: es
lo que es su obra, lo que es su persona y es lo que es para cada quien en su
interacción con él. Para mí, es un maestro en todo el sentido de la palabra y
es también alguien que me ayudó a entender lo que soy y lo que hago. Como
artista, en la importancia del cuidado y conocimiento preciso de los materiales
y en la pincelada; y como persona, en la proyección servicial y atenta hacia
los demás, demostrada en cómo se habla, qué se dice y cómo se demuestra en lo
que uno cree.
Un abrazo cariñoso al maestro en
donde quiera que esté.
Mtro. Héctor Raúl Morales Mejía
(Rembrandt).
Dedicatoria del maestro Nishizawa a "Rembrandt" en su libro de 1993.
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