Detalle de las manos de los amantes de Teruel en el monumento funerario de Juan de Ávalos y Taborda.
En una clase de Abelardo, el diálogo académico se convierte en un reencuentro de unión asertiva y armónica con Eloisa, su alumna y su amante; y en una contraposición de criterios.
Abelardo.— El poder como símbolo de posición jerárquica y posesión material ha sido y será el último resquicio que el hombre deberá erradicar de su naturaleza animal. Desde la antigua Roma, la ambición por las medallas fue una forma de ensalzar lo impermanente; los romanos lo sabían, para eso existían los consejeros, pero el molde humano contiene en sí mismo un canon indeleble a su egolatría. El arco del triunfo fue así, por ejemplo, un emblema de logros, victorias y reconocimiento, pero también de imposición, ego y ambición. Querer algo, poseerlo y lucirlo a los demás es, además de reconocimiento, una forma salvaje de dominio y de manutención de autoridad: Entra al pueblo un carruaje seguido de 36 tríadas de caballos de tiro, cada una jalando su carro de guerra. Todo un evento con color, contraste, movimiento y osadía. Armaduras relucientes, plumajes coloridos, fíbulas rebosantes y decorados primorosos. Llega el tribuno con su legión militar. Su mérito es entrar a la ciudad después de una campaña usual de requisición.
Eloisa.— ¿Cómo debemos entonces, amor mío, celebrar nuestros méritos? ¿Sueno caprichosa preguntando eso?
Abelardo.— Querida, tu pregunta no es caprichosa, caprichosa es mi respuesta, que es otra pregunta: ¿Debemos celebrar nuestros méritos?
Eloisa.— Si no es el dinero ni el estatus lo que importa, ni las batallas campales, ni las conquistas, debe ser entonces el conocimiento en sí mismo. Así, lo intangible tendría por honra de quien sabe y quien es prudente, lo que merecería reconocimiento.
Abelardo.— Aún con elementos intangibles la vara que nos mide sería la misma, corazón. Si te comparas con los demás por quién tiene más que tú, o si te sientes grande si ves que alguien no logra lo que tú, estarás de acuerdo con un consenso social, pero estarás haciendo a un lado lo que realmente importa de todo eso. Debemos perseguir sin descanso aquellos aludes estaturarios que la academia o la profesionalización nos demandan como pináculos de gloria, pero al mismo tiempo debemos reírnos de ellos, no tomarlos en serio. El deseo puro de saber conlleva el ser mejor siempre, en donde la priorización por lo que vale la pena es un aprendizaje que se define de manera constante e infinita, y que solo se puede domar con humildad y silencio con uno mismo. Este estado del ser, que no se doblega con la adulación, es el que templa el espíritu y es el que modula los acentos de socialización.
El que se pone a la par de quienes se comparan con él será tan idiota que no hará sino medir sus espectativas con rangos de papel. Las pasiones no son malas, lo malo es enfocarlas en el ombligo, que no es otra cosa que la importancia personal en una de sus facetas.
Honra tus éxitos por un instante pero no te detengas a cacarearlos y anunciarlos demasiado. Enfoca tu atención en el espíritu, que no tiene rango, ni medida, ni valor humano alguno, y luego distingue de lo que te rodea el placer de saber sin prebendas. Entonces eliges con seguridad y prudencia, y sigues hasta donde la vida te dé, que puede ser en cualquier instante.
Eloisa.— Si para ser prudente y sabia tengo que cumplir con la perspectiva de silenciar mis vocaciones, triunfos y pasiones, o al menos modularlos o refrenarlos para darles un enfoque justo, más me valdría morir amor mío, pues además del saber o de creer merecer de los demás reconocimiento alguno, tendría que renunciar a ti por cuanto tú eres mi mayor vocación, triunfo y pasión. Entiendo tu postura, que es aplicable a la distancia de lo ajeno, pues en lo personal no tendría sentido para con lo irracional, que es el amor que te tengo y que atesoro tanto o más que cualquier título, conquista o consagración. No sé si eso conlleve algún tipo de egolatría, pues no ambiciono que nadie reconozca mi amor ni requiero un justificante para mi currículum. Solo sé que te siento con intensidad.
Abelardo.— (Con júbilo mostrado en el rostro, en los ojos enjugados y con voz temblorosa) Mataste mi teorema pero ensalzaste mi espíritu. No creo que el amor pueda amoldarse como cualquier otra pasión, pues lo que hace a las pasiones plena correspondencia con el ego es precisamente la anteposición del yo. Y no el yo puro que, libre de condiciones, se entrega porque sí, sino el yo ambicioso de poder.
Eloisa.— Perdóname mi amor, pero no puedo ser más que necia al hacer coincidir tus palabras con nuestra situación. El amor es, además de una pasión, una conjunción exacta de un ser con otro, en donde el yo no puede aislarse y no puede ser más ambicioso que lograr la correspondencia de quien se ama. El arco del triunfo en este caso es la consagración del uno por el otro. El único elemento ausente que mencionas en tu proposición, el silencio interior, no aplica aquí, porque sería la antítesis del amor. Yo celebro para mí y contigo que compartimos esto, ese es mi arco triunfal, mi medalla, mi columna dorada, mi felicidad exclusiva. No me puedo comparar con nadie porque nadie te tiene como yo. Honro el éxito de tenerte y no requiero más que tú me tengas por siempre y para siempre.
Abelardo y Eloisa se enlazan en un abrazo que intersecta sus cuerpos y entonces se cristalizan.